Para nadie cabe la duda de que la política no puede hacer omisión de su exigencia de verdad. Esta exigencia implica el deber de buscar la verdad y de conocerla. Pero la exigencia de verdad también es una exigencia: decir la verdad. En esto se basa precisamente el contrato de confianza que se establece entre los políticos y los ciudadanos. Esta relación de confianza sólo es posible en la medida en que las dos partes se sitúan en el nivel de la honestidad y de la veracidad, y aquí no se puede hacer ningún tipo de excepción.
La exigencia moral de la verdad sólo tiene un camino, e ignorarlo o no someterse a él, implica la mentira, y por tanto, la traición hacia los ciudadanos, que son quienes deben denunciarlo, cueste lo que cueste.
Así pues, no existe razón alguna válida donde la política pueda hacer excepción de su exigencia de verdad, que además es doble, puesto que implica al político en sí mismo, y su compromiso con el pueblo y los ciudadanos.
En nuestra democracia representativa, el poder lo ejercen aquellos que han sido elegidos por el pueblo. Ellos son los que deciden en el nombre de los ciudadanos. Por esta razón, los votantes tienen un deber inalienable de verdad, es decir de poder criticar a sus representantes cuando toman decisiones que juzgan injustas, alejadas o contrarias a la verdad, tanto en su vida personal, como en sus actos públicos.
Los ciudadanos pueden exigir una total transparencia a los políticos en aquellas decisiones que toman, puesto que son el espejo donde la verdad del pueblo se mira.
Hoy en día, el problema más grande que acompaña a los políticos no es tanto que no digan la verdad o no se comporten desde esa exigencia moral, sino que presenten una incoherencia vital, que al final es imperdonable y que inhabilita a los representantes públicos a ejercer su función.
El problema de los políticos es que se ríen descaradamente de la verdad, actuando como si no existiera, o no fuera la regla fundamental en el discurso político y en la coherencia de vida.
La coherencia en política no puede significar otra cosa que llevar una vida y tener un comportamiento en total armonía con los propios pensamientos. Y si un cambio de pensamiento se produce, esta coherencia implica un cambio de vida o de comportamiento.
Del resto, todos podemos opinar, estar a favor o en contra, pero lo que no tiene vuelta de hoja es la traición hacia uno mismo, y aquí no hay electorado sensato y libre dispuesto a consentirlo.
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