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Un salabre oxidado

Un relato estival de Francisco Castro Guerra
Francisco Castro Guerra
jueves, 21 de junio de 2018, 06:55 h (CET)

Hoy he decidido pasear por el antiguo puerto de pescadores. Todavía no han comenzado las vacaciones escolares, no hay nadie en la playa, excepto un par de grupos de jubilados ociosos, lo cual confiere a las viejas callejas adyacentes a los muelles un barniz de paz selenita. Los viejos almacenes, antaño rebosantes de fecundidad comercial, ofrecen un desolador paisaje de abandono y decrepitud. En pocos días comenzarán las tareas de limpieza para que dé inicio el periodo estival, última esperanza de recuperar mínimamente esta zona degradada. Pero hoy es pronto todavía, la miseria y el hedor emanan de los montones de detritos que se acumulan en las esquinas y las herrumbrosas puertas de los almacenes reclaman una mano de minio.


Los pantalanes del puerto pesquero apenas tienen amarres que se mantengan activos. Hay decenas de barcas destartaladas a las que no se les puede expoliar nada ya y mantienen el casco con la línea de flotación casi hundida. Los pocos amarres que se mantienen con vida destacan del resto. Están impolutos e impecablemente pintados, parece que sus inquilinos quieran dar un aviso a los piratas de puerto; algo así como: “aquí se sigue trabajando. Id a robar a otro”.


No hay nadie en el pantalán, los pescadores no han regresado de faenar todavía. Sin embargo, la oxidada cancela está abierta, aunque desde lejos parezca cerrada. Empujo una de las partes de la reja y cede chirriando, parece suplicar lastimosa un poco de lubricante para aliviar su sufrimiento. Camino sorteando cuerdas deshilachadas, redes podridas, utensilios inutilizados y trastos malolientes. Llego casi al final de la larga pasarela que se hinca en el mar e intenta mantener su vetusta gallardía casi perdida ya. No hay nadie, está desierto como un poblado calcinado después de una batalla. No se ve a nadie, aunque unos ruidos me advierten de que no estoy solo.


Recorro de nuevo el largo muelle, esta vez mirando bien entre las embarcaciones. Tengo que volver arriba y abajo varias veces hasta localizar al emisor de los ruidos. Es un niño, de unos doce años, alto y desgarbado, muy moreno, va descalzo, con ropas sucias y ajadas. En su mano sostiene un salabre. Con él está intentando pescar algún pez despistado entre las aguas sucias alrededor de las barcas. En la cubierta de un viejo cascarón de madera abandonado tiene una caja en la que almacena sus capturas. Con una mirada minuciosa al barco lo descubro todo: este es su hogar, vive aquí, quién sabe si solo.


Los servicios sociales y la policía acuden pronto a mi llamada. Tras una pequeña conversación con el niño deciden llevárselo a un hospital para una revisión en profundidad. No tiene familia, ni está censado. Apenas sabe hablar y utiliza un lenguaje rudimentario. Todo un misterio, ¿llevará toda su vida solo, subsistiendo en los muelles? Los pocos pescadores que siguen utilizando ese pantalán aseguran sobrecogidos no haberlo visto nunca por allí.

Veo alejarse la ambulancia y los coches policiales. Al pobre niño quizá le espere un futuro mejor. O no, quién puede saberlo. El caso es que todo ha recuperado la calma previa. Cojo la bicicleta y vuelvo a mi casa. A la comodidad de un hogar. Al pasar por el puerto deportivo veo a los propietarios de los lujosos yates allí atracados. Familias felices, sonrientes, bien alimentadas y ajenas a las tragedias que ocurren tan cerca.

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Corría el mes de abril de 1994 cuando un grupo de malagueños celebramos la Semana Santa en el lejano cantón Valais de Suiza. Por aquellos tiempos dedicaba buena parte de mi tiempo a transmitir, en la medida de mis posibilidades, el Evangelio. Estaba totalmente involucrado en las tareas de evangelización del Cursillo de Cristiandad. Una tarea gestionada por seglares.

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