Junto a tantos otros refugiados republicanos, Antonio Machado cruzó hace ochenta años la frontera francesa hacia el exilio, pero su ser poético aguarda, año a tras año, la venida de la primavera.
EN EL DESENFRENO GRISACEO. Resuenan las noticias de días pasados con la conmemoración del octogésimo aniversario del fallecimiento de Antonio Machado en el exilio. No sin cierto rubor adventicio, recorro páginas con declaraciones que de todo sesgo han proclamado la tragedia de España con ese fondo cainita desdibujado por la refriega que no cesa. La figura humana y literaria del poeta sevillano, parece contraer este síntoma atrabiliario de imperdible presencia en la actualidad, una año más. Ese rugir de desafectos que bajo el acento político o meramente oportunista de articulistas, editorialistas y escritores viene tiñendo de amañadas razones el verdadero espíritu que alentó la vida de un sencillo profesor de francés que pensaba por sí mismo, “Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi trabajo acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito- / El pan que me alimenta y el lecho donde yazgo”. Y ese es el quid: deconstruir la impostura interesada para adentrarnos en el auténtico y hondo significado del autor de Campos de Castilla.
EL SEPULCRO DE DON QUIJOTE. En el año 1906, Miguel Unamuno publicaba este ensayo. En la búsqueda del lugar donde reposan los restos del caballero andante, la interpretación de la generación del 98 se alza con voz sólida, “No se comprende aquí ya ni la locura. Hasta del loco creen y dicen que lo será por tenerle su cuenta y razón. Lo de la razón de la sinrazón es ya un hecho para todos estos miserables. Si nuestro señor don Quijote resucitara y volviese a esta su España, andarían buscándole una segunda intención a sus nobles desvaríos. Si uno denuncia un abuso, persigue la injusticia, fustiga la ramplonería, se preguntan los esclavos: ¿qué irá buscando en eso? ¿A qué aspira?”. El ser de España aparece como interrogante activo en la confluencia connatural con este disentir arbitrario. En esta misión, su más joven representante, no escatima en laborioso trabajo. Quizás por ello Max Aub calificaba a Antonio Machado de “un modo de ser” inspirado en “la estirpe romántica, la sencilla bondad, el vigor intelectual y la sincera melancolía”.
NO ES IMPRECISO afirmar que los poemas de mayor logro lo fueron en las últimas jornadas camino del exilio. Y nunca fueron escritos. Quedaron en los silencios doloridos y meditabundos que le acompañaron durante ese tránsito de desconcierto y enfermedad. “Antes de escribir un poema —decía Mairena a sus alumnos— conviene imaginar el poeta capaz de escribirlo. Terminada nuestra labor, podemos conservar el poeta con su poema, o prescindir del poeta —como suele hacerse— y publicar el poema; o bien tirar el poema al cesto de los papeles y quedarnos con el poeta, o por último, quedarnos sin ninguno de los dos, conservando siempre al hombre imaginativo para nuevas experiencias poéticas”. De ese hombre imaginativo podemos concebir el diálogo con su anciana madre, Ana Ruiz, portada por Corpus Barga: iconografía masculina de la piedad. ¿Qué diálogos intercambiarían entre madre e hijo durante esos días de profundo abatimiento? me señalaba el escritor Francisco Vélez Nieto, cuando el pasado 21 de febrero visitamos el monumento en honra a su memoria. Obra del escultor madrileño Julio López Hernández, que se erige en Sevilla a la entrada del Palacio de las Dueñas y que aún esta por inaugurar oficialmente. Lástima que el olivo y limonero falten por esa primitiva práctica institucional de desterrar los símbolos como así recogía el proyecto original por razones de caprichosa estrechez municipal. Callaba ante esta reflexión y me hundía en ese desenlace pretérito pero de exorno primaveral, que florecía en el azahar de la calle Doña María Coronel, frente a la fachada de la casa natal de Manuel Chaves Nogales, Desde donde nos apostamos y observamos discretamente en la distancia ese primer rayo de sol de invierno cayendo virginalmente sobre la soledad de aquel lugar. Y mientras proseguíamos nuestro camino, me recluía en esa idea que se aproxima al desvanecimiento entre pérdida y silencio, centinelas de ese refugio que la muerte enaltece para liberarnos del sufrimiento. Hablaría Antonio y Ana de ese zumbido que recorre la cerviz de la memoria contenida en los recuerdos. Miradas encontradas en el desespero angustioso, pero cernidas por el tiempo celeste que recoge el arrullo del poderoso vínculo materno para quien siempre será un niño en aquel hombre avejentado y fumador empedernido, que baja la mirada buscando en sus manos temblorosas las de su madre, “Que tú me viste hundir mis manos puras / en el agua serena, / para alcanzar los frutos encantados que hoy en el fondo de la fuente sueñan. / Sí, te conozco, tarde alegre y clara, / casi de primavera”
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