Anoche soñé con un mundo en el que hubiéramos superado cualquier tentación de mirar al pasado. Caminé por las consecuencias de planes urbanísticos que hubieran pasado de puntillas por cualquier excrecencia hecha de sillares grises, músculos con forma de maderos entrecruzados, y ojos grandes y brillantes como rosetones esmerilados. En cualquier calle del sueño el sonido imperante era a página pasada, tan acusado que durante unos segundos me pregunté sin querer que es lo que estaba dejando de leer. Al no sentir el peso de la historia descubrí que caminaba más ligero, casi ingrávido, sin cuestionarme bajo qué punto del asfalto reposarían las cenizas frías de una torre inclinada, los restos de una extraña pirámide de arenisca, o un anfiteatro colosal, o de una catedral gótica convertida hacía mucho tiempo en pavesas.
En el sueño todo intentaba aparentar presente como medida optima de adentrarse en el futuro. Pero nadie aseguraba esto último, pues los sueños tienen entre sus inconvenientes la inestabilidad. Caminar más ligero tenía como contraprestación un mareo suave, como un pequeño vértigo que me avisaba que si me retrasaba un poco, acabaría en el mismo limbo donde estaba todo aquello que teníamos en mente superar. Se me ocurrió despertarme. Me palpe los hombros, humeantes. La piel tirante, dolorosa. Y esas imperiosas ganas de orinarme encima, de tanta agua que había trasegado de parte del personal de bomberos. Carraspeé por ver como sonaban los órganos de la laringe, sofocados de aspirar humo. Solo entonces me recosté, a la espera de los 500 millones de euros necesarios para salir de la planta de quemados, y de paso impartir carnets de solidaridad, anuncios gigantes ubicados en las fachadas de la conciencia colectiva de unos conciudadanos, que habían experimentado el miedo de perder la identidad, y quedarse a solas con un presente que aún no tenía la menor idea de como pasar a la historia.
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