Déjame hablar, por favor. Ya he tenido bastante con aguantarte todo este tiempo, ahora escúchame tú.
No me cuelgues, deja de interrumpirme. Sé que me has puesto los cuernos porque cuando te fuiste al baño el otro día miré tu móvil y leí las conversaciones… y no era solo con una persona, eran más. Pero me callé, porque encima me sentía culpable yo por invadir tu privacidad cuando tú no me has tenido ningún respeto.
Espera, calla un rato más que ya termino, porque esto se ha terminado. Te acabo de bloquear en el whatsapp y te borré de todas las redes sociales. Escúchame, no me cuelgues… si esta noche cuando llegue a casa siguen tus cosas ahí, las tiro por la ventana. ¿Me has entendido?
Y así fue mi viaje de vuelta a casa en el metro del lunes. Tuve que escuchar toda esta conversación telefónica de una chica que estaba muy alterada, y me empezó a generarme cierta ansiedad a mí también sin conocerla de nada.
La persona que había al otro lado del teléfono le colgó dos veces, y cada párrafo era una llamada nueva con un tono de voz cada vez más elevado, y un nivel de angustia de los que dan tanta vergüenza ajena como lástima.
Esa chica llamó mi la atención porque interrumpió mi rutina diaria; fijarme en las caras de las personas del vagón e imaginar lo que puede estar pasando por su mente en ese momento. Una vez obligado a prestar atención a esa conversación, no supe decidir a tiempo si me estaba sintiendo incómodo por lo que le estaba sucediendo, o por no saber qué hacer para ayudarle sin que cualquier gesto por mi parte resultara incómodo también para ella.
Así que simplemente me limité a escuchar y ver pasar las paradas hasta llegar a mi destino. Para distraerme, seguí fijándome en el resto de personas que estaban a nuestro alrededor, que no eran pocas. Y entonces mi atención se centró en la absoluta pasividad que mostraba la gente hacía lo que estábamos escuchando todos, o eso creía yo. Por un lado envidié la capacidad de concentración que pueden alcanzar algunas personas mirando el móvil y evadirse por completo de la realidad de su entorno, y por otra parte sentí pena por comprobar al punto al que hemos llegado de absoluta falta de humanidad que tenemos los unos con los otros.
Los lunes son el peor día de la semana, pero aún y cuando piensas que el tuyo ha sido malo, siempre hay otra persona que lo está pasando peor.
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