En mayo de 1975 el Rey Hassan II de Marruecos había escrito al dictador Francisco Franco de España con indisimulada ansiedad y premonitoria visión, instándole a un acuerdo para un honroso retiro de los españoles del entonces denominado Sahara español. Pero las limitaciones propias de la avanzada edad, tal vez la convicción de ser eterno de aquellos que suponen detentar un poder omnímodo, conspiraron contra un epilogo razonable de la aventura africana. Hoy podrían los españoles ufanarse de un gesto de grandeza sin precedentes, al haberse retirado de ese territorio sin disparar contra civiles desarmados, súbditos del Rey de Marruecos enviados a ocupar su territorio ancestral sin más armas que su bandera, el Corán y el convencimiento de estar cumpliendo una misión sagrada. La orden de Hassan a sus súbditos, en caso de encontrar algún español a su paso, era que lo abracen y le den un beso.
Como sucede en tantos otros lugares y episodios, los españoles, imbuidos por siglos de historia imperialista y décadas de consignas fascistoides, prefieren recordar su propia magnanimidad como una traición.
La versión privilegiada se basa en un chisme de la CIA sobre el supuesto contubernio entre Juan Carlos y Hassan II sobre el Sahara. Con el caudillo moribundo, el hoy Rey Emérito ejercía la jefatura del estado español, y había visitado precisamente por estas fechas al ejército español asentado en lo que hoy es el Sahara marroquí.
Los informes estadounidenses de ese tiempo están plagados de inusuales inexactitudes, como que el atentado contra Carrero Blanco había sido una explosión debida a una fuga de gas, o la deducción de que Adolfo Suarez no sería actor preponderante en la escena política española.
Lo categórico es que la Marcha Verde de Hassan II se produce en momentos en que en España hay un profundo vacío de poder, con un caudillo agonizante y un sucesor acosado por conspiradores que planeaban hacerlo a un lado para allanar caminos alternativos. El epicentro del complot estaba en Paris, donde residía el padre del príncipe Juan Carlos.
Atrás habían quedado los tiempos en que el caudillo de España por la gracia de Dios se atrevió a reclamar el Marruecos francés, Túnez y Argelia, entre otras reivindicaciones insólitas e inaceptables que hizo a Hitler en Hendaya, mientras Churchill sobornaba a su entorno para evitar perder Gibraltar. Pero por supuesto que retirarse del Sahara para no disparar contra civiles es considerado una traición para los mismos que selectivamente olvidan aquel soborno inglés que pagó su deslealtad al Tercer Reich.
El caudillo terminó perdiendo todos los restos finales de su imperio: Tanger, el Marruecos español, Ifni, el Sahara, Guinea, Fernando Poo, Corisco, Annobon, Elobey grande y Elobey Chico.
La resaca de sus partidarios no se quejan hoy del bombardeo de Guernica, ni tampoco de las libras esterlinas que salvaron Gibraltar para los ingleses, pues su lógica deduce que el imperio británico tiene tanta autoridad para invadir territorio español, como la que asiste al imperio español para ocupar Ceuta y Melilla.
Ya lo había dicho Hitler luego de Hendaya, con un pelafustán como Franco no había nada que hacer. Sucede cuando un discípulo no da la talla.
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