Somos gente en camino y, con nuestros andares, hemos de tener el valor de sembrar vida. Cuidado con esos poderes destructivos. Nuestras huellas no fenecen. Fomentar el encuentro desde la sencillez y una atmosfera vinculante a lo armónico, aparte de ser algo innato en nosotros, es fundamental para proseguir con la continuidad del linaje. Lo importante es no endiosarse, ni creerse superior a nadie, sino parte del mundo, con el que uno ha de colaborar y cooperar haciendo familia. Desterremos, por tanto, la cultura de la exclusión; aquella que margina a la gente no productiva, que descarta a los jóvenes sin trabajo, o que aparta y discrimina a determinadas personas por razón de género, raza o cultura. De ahí lo transcendente que son otros cultivos humanísticos, que además hoy requieren de una intensa movilización estética y de una extenso compromiso de los Estados en favor de la humanidad. ¡Cuántas esperanzas rotas! A propósito, me viene a la mente el que las mujeres en buena parte del planeta sigan marginadas en los procesos políticos o de paz. O esos escenarios de montañas sin hielo, de ríos sin agua, o de océanos sin vida, por nuestra irresponsabilidad de modos y maneras de vivir. Por eso, es vital un cambio de comportamiento, una actuación más de corazón a corazón, pues está visto que la huella de un anhelo no es menos real que la de un cruzarse de brazos y no inmutarse por nada.
Tenemos que despertar y hacer de nuestra vida un reencuentro con el análogo, sin muros que nos separen, pues todos hemos de tener cabida y consideración. La humanidad, en su conjunto, tiene que saber mirar al pasado, para poder reinventarse otro futuro. Parece que no queremos aprender de las vivencias de nuestros predecesores. Sabemos que el fruto de la guerra es la muerte. Sin embargo, hacemos bien poco por su cese. Para bien o para mal ahí quedarán nuestros rastros, y tal vez con ellos también nuestros rostros, nuestra propia esencia viviente, demasiado preciosa para no vivirla y hacerla un infierno. La fuerza del testimonio de los que nos precedieron está en haber vivido amando. Ojalá aprendamos a recordar y hagamos memoria, al menos para entender que somos lo que somos, porque alguien fue antes que nosotros, y esto nos lleva a reflexionar sobre nuestras raíces familiares, y también sobre nuestra misión humana, la de hacer camino sin equivocarnos de senda. En consecuencia, no perdamos jamás el horizonte que nos enraíza en una historia, en un pueblo, en un país, en un mundo más hermanado en definitiva, lo que nos exige tener un techo, sin duda un requisito fundamental para poder salir de la extrema pobreza. Verdaderamente en nosotros ha de estar impreso el sello que nos une, aquel que se sumerge en el recuerdo de los que se han ido, o quizás estén entre nosotros esperando ese común latir que nos concilie. La maldad coexiste, pero no sin la bondad, como la noche existe, pero no sin el día; es cuestión de tomar el pulso que nos fraternice.
Lo mismo sucede con la pausa a tomar. La muerte nos sepulta, pero quizás nos trascienda y transforme en una comunión de luz; y, sobre todo ahora mismo, nos hace pensar más en la vida, que es lo que en realidad uno debe temerle. Nos lo recuerda en una frase célebre el inolvidable escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986): “La muerte es una vida vivida; sin embargo, la vida es una muerte que viene”. En efecto, la caducidad de esta temporalidad viviente es un hecho más próximo cada día a su mística. A todos nos llega la hora del fin. No hay que desalentarse, sabiendo que los pequeños gestos interiores de cada día, son los que realmente nos hacen crecer como personas, incluso en medio de la debilidad humana, y son los que permanecerán. Precisamente, son esos mínimos movimientos de amor hacia los demás, los que nos hacen florecer y tomar entusiasmo por la vida. Ya está bien de batallas, de injertarnos violencia en los corazones, de mentirse uno así mismo, pues si en verdad deseamos vivir, tenemos que conciliar otras bondades, otros modos de cohabitar muy distintos y distantes del momento actual. En cualquier caso, a todos nos conviene iluminar la oscuridad, enhebrar otros espacios donde se active la paz interior, al menos para sentirnos más vivos, y por ende, también más humanos. Confiemos en que las generaciones venideras aprendan para vivir mejor, vertiendo quietud a nuestro alrededor, volcando serenidad, creatividad, sensibilidad y comprensión en cada paso. Acrecentar cada amanecer ese poema para el que hemos sido llamados, aparte de darnos emoción, la llamada al diálogo siempre vuelve a resonar para ofrecernos una existencia auténtica, más transparente y más gozosa.
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