Como cada año, cuando llega el invierno a la urbanización, Ana ve las bellotas sobre al asfalto del aparcamiento. Caen al suelo en un intento estúpido y ridículo de perpetuar el árbol que las ha enviado, duras y henchidas, a germinar en tierra fértil. Ellas no lo saben, claro, son bellotas, piensa Ana, pero su destino es la derrota. Quedan allí, sobre el piso gris: algunas en un hueco de tierra que, como una herida sin sangre, se ha abierto en la piel de alquitrán. La mayoría, pisoteadas por las ruedas de los coches, forman una pasta que a Ana le recuerda que, un día, allí mismo, aquellas bellotas fueron el único remedio contra el hambre. Camina e intenta esquivarlas. No quiere pisar tanto cadáver pardo. Le parece todo aquello ruinas de un mundo.
Apenas unos minutos después, llegará a casa y, antes de saludar a Mario y a los niños, se encerrará un rato en el cuarto de baño para llorar. Afuera seguirá oliendo a invierno. Faltan pocos días para Navidad.
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