A buenas horas se le ocurrió a Pedro Sánchez dirimir con las bases de la formación, que a duras penas comanda, el acuerdo de gobernabilidad rubricado junto a Unidas Podemos. El dineral que nos ha terminado costando a los españoles que el presidente en funciones postergase una decisión que había que tomar sí o sí y lo antes posible, parece que las arcas del Estado no lo recuperarán en años. Y todo gracias -eso es un decir- a su jefe de gabinete, el mismo que le convenció de que unos nuevos comicios reforzarían la mayoría simple obtenida seis meses antes.
No sé qué se habrá hecho de Iván Redondo, ni si el susodicho continúa en su puesto o ha sido defenestrado finalmente por seducir con cantos de sirena a su jefe, porque los resultados han sido, si no trágicos, sí fatalmente adversos -se ponga como se ponga el secretario de organización del PSOE, José Luis Ábalos-, aunque de lo que sí estoy convencido es que gracias a su obstinación la derecha más rancia vuelve a ocupar un lugar de privilegio en la vida política de este país: a ver, con cincuenta y dos escaños de rédito, qué menos. De hecho, Vox es el partido político que más ha crecido, desde las últimas elecciones generales, de todos los que conforman el arco parlamentario en la Cámara Baja. Eso le otorga unas determinadas prerrogativas de las que, exceptuando al PSOE y PP, ninguna otra formación podrá disfrutar durante la presente legislatura.
Sin duda, lo que más puede haber sorprendido al electorado sobre este principio de arreglo de gobernabilidad compartida, ha sido la rapidez con la que los dos adalides más importantes de la izquierda española han llegado a ponerse de acuerdo. Sin embargo, todo parece indicar que tamaña celeridad exhibida por ambos líderes bien pudiera responder al hecho fehaciente de haberle visto asomar las orejas al lobo, pues ninguna otra cosa explica que poco más de veinticuatro horas después de que las urnas se pronunciasen, alcanzaran dicho acuerdo. Es más, tan siquiera se molestaron en disimular sus prisas ante lo que se les podía venir encima si la pifiaban de nuevo; lo cual, a mi juicio, ha terminado por delatarles.
Pero un principio de acuerdo no significa, en cualquier caso, más que una supuesta firme intención de alcanzar una meta común, y como el trayecto hasta ella se encuentra sembrado de tantas o más añagazas de aquellas que les hicieran fracasar en la anterior ocasión, eso no será nada fácil. Las fuerzas de la Izquierda, en la actualidad tan dispersas ideológicamente que cuesta considerarlas concomitantes entre ellas, deberán esforzarse para alcanzar los acuerdos que lo posibiliten. La única duda estriba en si serán capaces de navegar juntos y al unísono mar adentro, o acabarán estrellándose finalmente contra las rocas.
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