Con el inicio del nuevo año, quiero reivindicar otros ambientes más armónicos, arraigados con la capacidad de acogida, ante la triste situación de desamparo y soledad que atraviesan multitud de personas en todo el mundo. ¡Cuántas batallas inútiles! ¡Cuánto descuartizamiento de vínculos! Así no podemos crear hogar, ni sentirnos unidos, ni apostar por hacer familia. ¡Cuánto desarraigo! Nos hemos deshumanizado totalmente. Tenemos que aprender a perdonarnos, a querernos con el corazón, a tener paciencia por volver a empezar de nuevo. Hay que desterrar del planeta la fuente de los conflictos. Es un manantial que produce violencia, que reproduce crueldad e induce al fanatismo. Las hostilidades jamás resuelven nada. Sólo hay que adentrarse en nuestra historia y observar que está repleta de consecuencias dramáticas. Desde luego, constatando la actualidad del planeta, se percibe un dejar hacer. O que otros resuelvan, lo que es un compromiso colectivo. Sea como fuere, considero que hacemos bien poco por encender otras atmósferas más moderadas y comprensivas. Deberíamos hacer prevalecer el diálogo, la razón y el derecho. ¡Qué triunfe lo bueno sobre lo malicioso!, es un buen horizonte a explorar.
En la medida en que toda la humanidad sepa redescubrirse en su análogo, prevalezca el bien de la humanidad en su conjunto, nos escuchemos más todos, para coaligados poder encarar cuestiones tan vitales como la crisis climática, la desigualdad, concretada toda esta acción en el reconocimiento y en el respeto a los derechos humanos. La apuesta por otros ambientes de mayor placidez y tranquilidad, tienen que enhebrarse junto a los valores de justicia, igualdad entre diversos y espíritu solidario. En este sentido, personalmente me llena de alegría, que para celebrar los 75 años de las Naciones Unidas, desde la Organización se active “la conversación más grande del mundo en la que todos podemos colaborar con ideas para construir el futuro que queremos”. Nada bondadoso se puede construir en el planeta si la cooperación mundial decrece, si la acción colectiva se vuelve pasiva, si el descontento popular va en aumento, si disminuye la confianza entre los moradores y crece la tensión en las relaciones entre países. Ya está bien de tantos aislamientos interesados, del sometimiento a lógicas comerciales, del adoctrinamiento egoísta para el éxito individual a toda costa, con el nefasto endiosamiento que esto supone, de la continuidad del dictado de las finanzas, cuando se trata de vivir y de dejar vivir, de discernir cada cual su específica vocación interrogándose libremente, sabiendo que todo requiere entusiasmo y acompañamiento.
Sin duda, el futuro hay que forjarlo entre todos. Nadie puede quedar excluido. La receta del escritor suizo Henry F. Amiel (1821-1881), de que “si existe algún conflicto entre el mundo natural y el moral, entre la realidad y la conciencia; esta última es la que debe llevar la razón”, quizás sea el mejor aliento que tenemos para poder digerir la realidad que hoy nos circunda, con tantas ofensas y violaciones que frecuentemente vienen produciéndose a los derechos humanos. Desgraciadamente son demasiado numerosos los conflictos, sobre todo dentro de los distintivos Estados, incluso también en las propias familias, lo que debiera hacernos repensar sobre los motivos que los ocasionan. A mi juicio, se percibe una espiral perversa, que todo lo confunde y ensaña, con unos escenarios verdaderamente siniestros, en la que niños, mujeres y ancianos indefensos, suelen ser las víctimas de nuestros días, sin culpa alguna. Considero, por tanto, que urge encontrar vías para el diálogo, comenzando porque los líderes (políticos, religiosos, gobernantes…) ejemplaricen más sus acciones, respetando lo diferente y confluyendo en una colaboración armónica que allane los problemas de la convivencia, moviéndonos hacia otro mañana más colateral.
Indudablemente, el apoyo de Naciones Unidas, como única organización mundial existente, es esencial, al menos como foro global. El que todos los países pueden debatir los asuntos más complicados, además de mantener la conciliación entre todo el linaje, es ya un avance hacia esa unidad. Se impone hoy, tal vez con mayor urgencia que nunca, la necesidad de cultivar algo tan innato como la deferencia y el respeto hacia toda vida, de poner en valor el espíritu de los principios universales, para poder afrontar los problemas de un presente desbordado por mil trances y peligros. No hay otra gramática que la del sosiego del alma para retornar a esa quietud que todos nos merecemos. Por eso, es primordial, que los progenitores den prueba de moderación en sus familias, que los educadores transmitan en todas las áreas del saber los auténticos valores que nos hermanan, que la ciudadanía se dignifique y los liderazgos trabajen por el orden y el bienestar de todos. Sabemos que trabajar por la paz es una empresa difícil, y además arriesgada, incluso para la particular integridad personal, pero no podemos bajar la guardia, y el cometido ha de ser deseado siempre, pues hemos de poner paz en esos círculos de luchas, de pugnas y contiendas inútiles, de absurdas rivalidades que lo único que ocasionan son sufrimientos. Hagamos por siempre las paces, tanto dentro como fuera de nosotros. ¡Qué esa innata clemencia, que todos llevamos consigo, ayude al género humano! Lo necesitamos.
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