Soy feminista. Sí, se puede ser feminista a pesar de ser un hombre y no votar a ningún partido del panorama político actual, porque en el fondo ser feminista solo significa entender y aceptar que mujeres y hombres somos iguales, y como tal merecemos el mismo trato y respeto.
Esta semana la diputada de VOX, Rocío de Meer ha dicho que las mujeres feministas no son mujeres; literalmente. Y se ha quedado tan ancha, después de citar un tuit de Irene Montero que tampoco es santo de mi devoción. Esta mujer, que está en el margen más extremo de la derecha, pertenece a un partido que utiliza constantemente de forma peyorativa la palabra progresista. Suelen decir ‘estos progres’ como si el progreso -la realidad del Siglo XXI en el que vivimos- fuera algo negativo e incluso objeto de burla cuando sus ideas no coinciden con las de los demás.
He de decir que nunca iré a una manifestación a favor del feminismo, porque tampoco lo haré a ninguna manifestación ni celebración multitudinaria en general, ni siquiera para celebrar el título de mi querido Barça. No me gustan las aglomeraciones, no hay mejor explicación que ésa. Yo aprendí a ser feminista cuando en los 80 crecí viendo a mi madre sacarme adelante ella sola, separándose de ese hombre agresivo cuando en aquella época –aún hoy, en la profundidad de pensamiento franquista que por desgracia aún queda en España y también en Cataluña- las mujeres no se podían separar porque habían sido educadas para servir al hombre en su casa, y las que no estaban de acuerdo seguían casadas por miedo y ‘por los hijos’. Y mi madre, que era y es mucha mujer para aguantar esas tonterías, un buen día le clavó un tacón en la cara a mi padre cuando él levantó la mano. Aún recuerdo, con orgullo, cómo lloriqueaba pidiendo auxilio por teléfono a la policía.
Tampoco estoy de acuerdo con la independencia de Cataluña, pero puedo escuchar, dialogar y hasta entender partes del sentimiento de mis interlocutores. Por eso nunca les voy a llamar ‘lazis’ (como hacen los franquistas, de forma despectiva) porque irónicamente el término proviene del juego de palabras entre lazos y nazis; como si el franquismo y el nazismo no tuvieran nada que ver. Y lo triste es que a menudo las personas que dicen ese término son lo suficientemente incultas y desconocen la historia, aunque los hay de todas las edades pero chirrían especialmente cuando escuchas a los más jóvenes que no tienen idea de todo lo que significó el nazismo y cómo se mató por ambas partes, pero especialmente por los que ‘ganaron’ en la Guerra Civil.
Lo que me parece más gracioso es que al final, lo que tienen en común los niños adoctrinados por los catalanes y los niños adoctrinados por los franquistas, es una pareja de padres con pocas luces.
He estado en Valencia recientemente, por sexta vez como turista y probablemente algún día volveré para empadronarme definitivamente. En ningún momento percibí esta guerra de banderas que tenemos en Cataluña a pesar de que ahí también conviven con dos idiomas. Escuché hablar mucho valenciano por las calles y nadie se ofendía ni te miraba mal porque yo me expresaba en castellano. Y vi muchas tiendas españolas rotuladas en castellano y seguramente esos comercios no habían sido multados. Quizás porque el gobierno anterior -que parece robó todo lo que pudo y más según han ido saliendo los casos de corrupción en los juzgados- y el gobierno actual, han sabido alejarse del nacionalismo puro y duro a diferencia de los catalanes; porque de un bando u otro, al final el nacionalismo es la peor lacra posible.
En definitiva, que me siento muy orgulloso de decir que soy un feminazi: sin ser una mujer ni tampoco alguien que vaya por la calle con un lazo amarillo. Mi novia es peruana, lleva viviendo muchos años en Cataluña y vota a la CUP… si eso no es integración por su parte y tolerancia por la mía, apaga la luz y vámonos.
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