Empezaría como un leve rumor, un susurro, un ronroneo. Los pájaros huirían los primeros. Las ratas abandonarían las alcantarillas y los negros sótanos. Los perros ladrarían dentro de las casas y atacarían a sus dueños. Las ardillas del parque se arrojarían al estanque y morirían ahogadas. Ningún humano intuiría qué iba a ocurrir. Cuando empezaran a sentir el temblor de la tierra, ya sería demasiado tarde. Pronto, sin gradación alguna, el gran rodillo de fuego entraría por el norte. Avanzaría con la indiferencia de la destrucción y la justicia; sin excusas ni remordimientos; sordo a las súplicas y a las mentiras. El contacto con el fuego y la desaparición serían un mismo acto. El dueño del perro que nunca va atado; la mujer que cuenta a gritos su operación de apendicitis en el autobús; el que grita a su esposa por el móvil; el que golpea en el hombro al pasar y no se disculpa; el adolescente del altavoz y el que lanza a voces su hombría; el jubilado que se salta la cola; el niño que berrea en el restaurante; el que conduce con abrigo; la que se maquilla en el atasco; la choni del paso de cebra. Todos: los maleducados, los ególatras, los vigoréxicos, los intrigantes, los canallas y los traidores. Ninguno escaparía del fuego.
Quedaría entonces un suave olor a tierra quemada. Y, después, por fin, el silencio.
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