Pese a que la sabiduría antigua lo dice una y otra vez, parece que no nos queda claro que nuestras palabras convencen, pero es el ejemplo lo que arrastra o distancia de nosotros a las personas.
Es entendible que, en una sociedad como la nuestra, en la cual mucho se mueve a través de la publicidad en sus múltiples manifestaciones, tratamos de convencer a las personas a través de lo más vistoso y llamativo.
Por ello, en entornos en los cuales una de las inteligencias predominantes es la lógico-verbal, no es de extrañar que acudamos a nuestro discurso para deslumbrar y convencer a nuestros interlocutores.
Pero, el discurso es hueco y estéril si cada palabra no va acompañada con acciones, y en términos más generales, si nuestro ejemplo no está detrás de todo esto.
Dice el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que ejemplo es: “caso o hecho sucedido en otro tiempo, que se propone, o bien para que se imite y siga, si es bueno y honesto, o para que se evite si es malo”.
El tiempo es lo que le da consistencia al ejemplo, porque no basta un solo acto o hecho para que se genere la pauta, es una serie de actos lo que atrae las miradas, lo que soporta los análisis y, sólo así, pueda generar pauta de conducta.
Claro que, un solo hecho puede ser pasaporte a la posteridad, al menos así lo hemos visto en la historia, pero debe ser de tal dimensión que es innecesario escudriñar en la vida del protagonista para citarlo y transmitirlo a las futuras generaciones.
Frecuentemente olvidamos y soslayamos todo esto porque no le prestamos interés, porque le restamos importancia, y porque no le atribuimos ninguna carga formativa.
Con nuestro ejemplo propiciamos que otras personas se formen, o bien, que justifiquen su actuar negativo.
Tenemos una responsabilidad con quienes nos rodean, sobre todo con los niños, pues principalmente en la primera infancia son gran parte el reflejo de los adultos que les rodean o que imitan.
Reflexionar sobre nuestro actuar, procurar que éste se apegue a la ética y a la virtud, es una forma de contribuir a sociedades autogestivas de su propia educación permanente.
Quienes pugnamos por una mejor sociedad, por formas de vida más civilizadas, por el predominio de la cultura de paz, tenemos que empezar por uno mismo, para que, de forma lenta, pero efectiva, otros tengan pistas accesibles, y por qué no, cimientos sobre los cuales edificar.
No se trata de moralina barata, se trata de reflexionar con sinceridad, de cuestionar críticamente los referentes que hemos hecho nuestros, y también, de educar con el ejemplo, no obstante que ello nos orille al renunciamiento de la vida fácil, a la comodidad y al “éxito” socialmente aceptado.
Vale la pena darse cuenta, vale la pena intentarlo.
Nos vemos la próxima semana. Te espero.
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