Nos asolan tiempos extraños en los que asistimos a la traslación de ciertos roles que contribuyen a dislocar un poco más la ya de por sí dislocada existencia que llevábamos a cabo en los tiempos pre-pandemia: los ciudadanos se han tornado policías; los policías, artistas de variedades (lo mismo te cantan que te bailan); los artistas, youtubers; los sanitarios, soldados; los soldados, operarios; los balcones, palcos; los autónomos, dependientes; los futbolistas, prescindibles; el papel higiénico, tótem… y así.
El COVID-19 ha venido a trastocar o a acentuar el trastocamiento de nuestras sociedades. La gente parece literalmente empanada (adquiriendo harinas y haciendo-ingiriendo panes a mansalva) y también cabe el riesgo de que lo esté metafóricamente merced al amasijo de noticias de toda índole con que se nos asedia, que, al cabo, son la misma reiterada con variopintos envoltorios.
Muchos conciudadanos graban sus supuestas aportaciones benefactoras en pos del bien común, porque ahora no vale con hacer buenas obras; si estas no se publicitan no mola.
Y, pese a que hay tiempo, pocos análisis largoplacistas se atisban, lo que resulta curioso, máxime cuando ya en los setenta había quienes barajaban la posibilidad de que sucediese algo como lo que estamos padeciendo en este momento. Un libro titulado “La nueva Edad Media” (Alianza, 1974), escrito a cuatro manos por Umberto Eco, Furio Colombo, Fracesco Alberoni y Giuseppe Sacco, ya auguraba situaciones como la actual. En este volumen Eco apuntaba cosas como que en plena era tecnológica, tan amplio y vasto entramado está destinado al colapso por no existir una autoridad central que lo pueda controlar, cabiendo la posibilidad de regresar a una nueva era medieval. Apuntaba Eco que en el planeta ya convivirían sociedades medievales (Bengala), babilónicas (Nueva York) y renacentistas (Pekín). Ya ponía de manifiesto asimismo este teórico lo insostenible de unas sociedades que fabrican objetos fácilmente destruibles, que abandonan el campo, deterioran la atmósfera, eliminan especies…
Está muy bien la enunciación planetaria de buenos propósitos, pero de meros gestos y discursos declarativos está llena la historia, y aquí habría que recurrir al refranero: “Obras son amores…”, y no hace falta hacer marketing de todo y con todo, oiga. Se observa a la misma sociedad narcisista, neurótica y autocomplaciente de siempre si bien en otros formatos. Quizá habría que comenzar por que los adultos empezáramos a ejercer como tales, siendo responsables y sabiendo llevar la situación con reciedumbre y discreción. Y los medios, en vez de estar todo el día mareando con mensajes muchas veces contradictorios, podrían seleccionar información de calidad y ponerla en común cuando esté bien contrastada. Y, mientras, que ofrezcan contenidos culturales de calidad.
Nos ha hecho darnos cuenta la pandemia de la irresponsabilidad de determinados líderes mundiales que negaban lo evidente y que al final se la han tenido que envainar (cosa que no habría que olvidar cuando esto pase y se hayan de acometer políticas que palíen las consecuencias del cambio climático).
Eliane Brun escribía lo siguiente:
“En nuestro furor de especie dominante, extinguimos a muchas formas de vida. Y entonces llega el virus, que no está interesado en darnos ningún mensaje, solo se ocupa de sus propios asuntos, y nos muestra: vosotros, los humanos, no estáis solos en este planeta ni tenéis el control que creéis que tenéis” (“El País”, 2-4-20).
Zygmunt Bauman lo expresaba con gran claridad cuando afirmaba que vivimos en una “destrucción creativa” a nivel planetario consistente en una especie de “juego de las sillas” que no tendría otro premio que conseguir mantenernos lo más “alejados del cubo de la basura al que los del furgón de cola están condenados” (“Vida líquida”, Austral, 2019), aunque las lacras producto de una economía financiarizada a la que queda subyugada la política hace que las sociedades supuestamente más prósperas también se resientan. Sin duda, los valores postmaterialistas habrían de cotizar al alza, y determinados sectores básicos y estratégicos para la salvaguarda del bienestar colectivo no deberían quedar al albur de lo que decidan determinados irresponsables, tironeados por espurios intereses particulares o de grupo.
Estas y muchas más reflexiones habrían de salir serenamente a la palestra imponiéndose a meras folklóricas manifestaciones de ocasión.
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