La muchacha tiene los ojos semicerrados y recorre sin parar la plaza en un zigzag errático, sin rumbo aparente, como queriendo dibujar en el pavimento esas extrañas formas solo visibles desde el aire. Lleva la mascarilla quirúrgica en el cuello, y en su boca descubierta encadena un cigarrillo tras otro. No parece esperar a nadie ni da la sensación de que haya nadie esperándola en ningún hogar.
La noche es fresca, a pesar de que mayo agoniza, hace frío. La muchacha camina descalza. La luz blanquecina de las farolas, y su reverberación en los adoquines, produce la vana ilusión de que pasea sobre un lago de plomo fundido.
Un coche de policía pasa en absoluto silencio. El callado motor eléctrico hace que solo se oiga un leve roce de neumáticos en la calzada. El auto se detiene junto a la joven y los agentes cruzan unas palabras inaudibles con ella. El automóvil prosigue su ronda, continúa patrullando una ciudad que despierta de un largo confinamiento.
La muchacha, como en una extraña danza ritual, sigue dibujando las zigzagueantes e imaginarias figuras fractales en la plaza con sus pies descalzos. Abandono la atalaya nocturna de mi terraza en la que sobrevivo al insomnio que devora mi ánimo noche a noche. Desde el interior de casa, aun con la ventana cerrada para proteger el hogar de la fría madrugada, se siguen escuchando los pasos huesudos y cadenciosos de la muchacha como un mantra en un templo budista.
|