Con la pandemia del Covid-19 todo gira alrededor del número de fallecidos que se producen diariamente. Los portavoces de los gobiernos diariamente nos inundan con cifras de los decesos ocurridos y que después tienen que corregir por utilizar maneras distintas de contabilizarlos. En definitiva, un embrollo que confunde a la ciudadanía. Lo que sí es cierto es que diariamente se producen millares de muertes debido al Covid-19 por todo el mundo. Estamos concentrados en los muertos causados por la “enfermedad de moda”. Los otros muertos parece ser que no cuentan. Discriminamos por diversos motivos: posición social, sexo, raza, nacionalidad…¿No tenemos suficiente con tanta discriminación que también tengamos que hacerlo con los muertos? “Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9: 27). Este texto debería hacernos pensar en la doctrina de la transmigración de las almas, es decir, que las personas mueren una y otra vez y a cada reencarnación nacen con un karma distinto. Según esta filosofía las personas aprenden de la existencia anterior y se comportan mejor hasta que supuestamente un día alcanzan la unión con el absoluto, es decir, pierden su identidad.
El texto de Hebreos citado desmiente que se vivan muchas existencias. “Se muere una sola vez y después de esto el juicio”. De acuerdo con eso el futuro eterno se sella con una sola vez que se muera. De ahí la importancia que en tanto vivamos físicamente hagamos caso de la enseñanza bíblica que la vida eterna no se obtiene por las obras meritorias con las que comprar el favor de Dios, que por cierto nunca se consigue porque no hay suficiente dinero en el mundo para comprarlo. Es por la fe en Jesús que muriendo en la cruz a favor del pecador paga el incalculable precio de la salvación. “Porque hay un solo Dios, y un solo Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo2. 5).
Con el deceso se sella el destino eterno. Una vez finalizada la vida física ya no puede hacerse nada para mejorar la existencia de los fallecidos. Las plegarias por los difuntos no sirven para nada. Son un fraude que las personas que creen en su eficacia descubren cuando abren los ojos en la eternidad. Demasiado tarde para rectificar.
La aparición el Covid-19 ha sido por sorpresa. El evangelista Lucas relata dos casos de muertes colectivas súbitas. Le informaron a Jesús de la muerte de unos galileos, la sangre de los cuales el gobernador romano Pilato había mezclado con la de los sacrificios ofrecidos o aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató. Sobre estos hechos Jesús hace una reflexión: “¿Pensáis que estos galileos, porque padecieron tales cosas, eran más pecadores que todos los galileos?…O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que había en Jerusalén?” A menudo, cuando alguien que no nos cae bien padece una enfermedad grave o sufre un accidente que lo deja tullido de por vida, acostumbramos a decir. “Ya le está bien”. “Ha recibido su merecido”. Pensamos que por no habernos encontrado en el lugar de los hechos la muerte pasará de largo sin que la guadaña siegue nuestras vidas. ¿Qué dice Jesús al respecto? Os digo: No, antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13: 1-5).
Los días del hombre sobre la tierra están contados. La muerte no es un acontecimiento fortuito. Sea debido a una larga enfermedad o a un ataque cardiaco fulminante o a un accidente del tipo que sea, Dios ha establecido de antemano el día y la hora de nuestro traspaso. Cuando llega el día y la hora establecida, sin la demora de un segundo la guadaña hace su trabajo de segar la vida. Con la incertidumbre de la duración de nuestra vida tenemos que prepararnos para el buen morir. ¿Cómo se produce el buen morir? No como dicen las esquelas: “Ha muerto cristianamente” porque se le despida con un sepelio cristiano, sino porque “ha muerto la muerte de los justos”, es decir, habiendo vivido en la fe en Cristo cuya sangre le ha limpiado todos sus pecados. La sangre de Jesucristo es el pasaporte que le abre la puerta que da acceso al Reino de Dios.
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