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Llanto, risa y silencio

En memoria del autor Madín Rodriguez Viñes (1945-2020)
Luis del Palacio
viernes, 27 de noviembre de 2020, 12:41 h (CET)

Sé que a Madín no le hubiera importado figurar en la honrosa lista de “los olvidados”.


Se habría reído con esa forma suya, tan gallega y contagiosa, de no lucir al fin en la nómina de los tocados con la varita mágica. Sabía de sobra que en esta feria de las vanidades (de las literarias y de las otras) el oro no se suele distinguir del oropel y él rechazó siempre las antesalas, las palmaditas en la espalda, el mercadeo editorial.


Durante los intensos aunque no muchos años en que nos tratamos (nuestra última comunicación fue sólo dos días antes de que un ictus lo retirara de esta parte del escenario, a comienzos de noviembre) Madín me fue mostrando su carácter caleidoscópico, excesivo, pasional, nada ambiguo, en el que las medias tintas aparecían solamente de tarde en tarde, como ese orvallo suave sobre los prados de Parga, en Lugo, que tanto le inspiraron. De hecho, su poemario La Fuente de las Aguas se basa en las experiencias vividas allí de niño, en los veranos felices pasados en casa de los abuelos.


Ahora que sé que jamás volveré a escuchar ese acento tan suyo ni a disfrutar de su gran sentido del humor, trato de fijar en la retina de la memoria muchas de las conversaciones que tuvimos a solas o en compañía de Ángel, su amigo más querido y quien le acompañó hasta el final.


Madín era un exceso en el fondo y en la forma: nada disimulaba; lo que, sin duda, desconcertaba a algunos (también a mí, sobre todo al principio) e irritaba a otros. En esto tampoco existían medias tintas: ante semejante explosión de entusiasmo, ira, risa y llanto era imposible quedarse indiferente.


Y él, que a decir de quienes lo conocían desde hacía mucho, “siempre había sido así”, iba tejiendo un abigarrado tapiz de expresiones, reflexiones, exabruptos, comentarios jocosos, citas literarias, diatribas, halagos, lágrimas y risas que te envolvían, te atrapaban y te dejaban a la vez exhausto y maravillado.


La convulsión, su única novela, que escribió siendo joven y publicó al borde de la ancianidad, es el compendio de una personalidad única, atormentada, en la que de vez en cuando relucía, como una gema perdida entre la hojarasca, un resto de esperanza o un atisbo de ella.


El título de la obra -breve, rápido como un mazazo- nos hace evocar a La nausea de Sartre, y es posible que Madín lo encontrara sin buscar demasiado; que, en cierto modo, le viniera dado, ya que la suya fue aquella generación que surgió pocos años después de nuestra Guerra Civil, recién acabada la II Guerra Mundial.


“Nací en 1945; cuando se acababa de firmar el Tratado de Yalta -le gustaba recordar- ¿Cómo este hecho no iba a afectar a mi vida?”


Se trataba, en este caso, de un existencialismo más influido por autores franceses (Sartre, Camus, Merlau-Ponty, De Beauvoir) que por alemanes (Heidegger, Rilke, Kafka) que se expresaba con igual comodidad a través de la novela, el ensayo, el teatro o la poesía.


La convulsión es, junto con La Fuente de las Aguas, la única producción literaria de Madín Rodríguez Viñes. Con ella quedaría finalista del Planeta en los años setenta. Fue alabada por Terenci Moix, quien afirmó que, si de él hubiera dependido, habría obtenido el premio. Después durmió durante décadas el sueño de los manuscritos olvidados, hasta que, animado por una promesa que le hizo a su madre (fallecida en 2012) decidió publicarla. Tras una primera y poco afortunada edición, puso el original en mis manos para que yo lo “corrigiera y apostillara” (son sus palabras) con la intención de reeditarlo.


Y entonces me enfrenté a un texto increíble, plagado de cortapisas gramaticales, anárquico en su estructura; pero fascinante. ¿Era literatura? Probablemente no para algunos puristas; si ha de entenderse en su afán estético, que no lo tenía, por lo menos en los primeros capítulos. ¿Era un diario? Tampoco, aunque sí hubiera una cierta cronología desde el momento en que aquel joven -el propio Madín- llega a Paris, huyendo de sus fantasmas, buscando la libertad que no encontraba en España. Y la Ciudad de la Luz se convierte en tal. Le arroja desde el principio un brillo que va iluminando su interior, limpiándole las telarañas del alma, animándole a vivir una nueva realidad en la que no es pecado pensar, ni disentir, ni ser homosexual, ni coquetear con “las flores del mal (como Baudelaire, pero en coruñés)


Presenté La convulsión, en su segunda y definitiva versión, el 2 de junio de 2016, en la librería LÉ de Madrid. Y me referí a una imagen que aparece nada más comenzar la novela; dos monedas tintinean en el bolsillo del protagonista, que acaba de apearse en la estación de Austerlitz. Al sacarlas comprueba que una es española y la otra francesa. En la primera se ve la efigie de Franco y alrededor de ella la leyenda; “Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios” La segunda muestra una recreación del “Hombre de Vitrubio”, de Leonardo da Vinci, en la que se lee el lema: libertad, igualdad, fraternidad. Como imagen literaria sobre la que construir una historia, no tiene parangón.


Las dos monedas son mucho más que un símbolo; representan el arranque de una aventura, de una metamorfosis. Lo viejo y lo nuevo ante un joven al que aún aguarda todo. Y este personaje -como dije en la presentación- me recuerda a un “enfant terrible” de la literatura francesa; a “le noveau Rimbaud”, Raymond Radiguet, autor de una de las novelas más inquietantes del siglo XX: El diablo en el cuerpo.


“París, como Ciudad de la Luz -escribo en el prólogo- se desembaraza del tópico y adquiere nuevo sentido: París, lo que París representa y es, ilumina las sombras. No es posible ya esconder lo feo ni lo bello. Todo se presenta tal cual es. Y tanta claridad produce en el protagonista una convulsión. La convulsión que invita a renacer”


Es como si Radiguet, muerto a los veinte años, hubiera alcanzado la ancianidad y la experiencia vital que el francés no tuvo, se manifestara en Madín como un eco de aquél. Supo crear un personaje, quizá sin darse cuenta; pero no de ficción, sino de sí mismo: de “niño bien” de la alta burguesía, a portero de noche en un hotel parisino o a trabajar como colector de billetes en una estación. Para más adelante acabar dando clases de español en la Sorbona, en Montpellier, en Brasil y en algún país africano que ahora no recuerdo.


Era un regalo oírle hablar de personajes míticos a los que conoció y trató (entre otros, Romy Schneider, Vargas Llosa, Pedro Almodóvar) o referirse a momentos no tan lejanos de nuestra historia, como el de la “movida madrileña; de la que sin duda formó parte, quizá a su pesar… Un tiempo desgranado en tardes de otoño que acababan en Libertad 8, ante un whisky y la certeza de que las canciones de Javier Krahe y el humor corrosivo de Moncho Alpuente constituían la mejor compañía


O aquel menú (fabada, gallo frito y natillas caseras) del viejo restaurante El Bierzo, en la calle Barbieri. Sabores, olores, sonidos, recuerdos…


Epílogo: “La despedida se presentó sin que yo la llamara” (La convulsión, capítulo XL)


Es absurdo tratar de definir a la persona, al amigo, con una sola palabra o una sola frase. Pero voy a hacerlo, dejándome muchas otras en el tintero. Y ésta sería… “lealtad”


Lealtad a las personas que más quiso: María de los Ángeles Viñes (su madre, que fue también su mejor compañera) Tía María y su abuela Mercedes (“Que una vez me dijo con lágrimas en los ojos -palabras de Madín- ¿Cómo será posible que Mozart y Hitler provengan del mismo país?”)


Lealtad a sus amigos: Mario Merlino, Juan Carlos Eguillor, Ángel Domínguez, María Vega de Seoane, Rosina Junco, Shaju…yo mismo y a muchos otros, cuyos nombres se me escapan.


Sus cenizas reposarán en el coruñés Cementerio de San Amaro. Frente al mar. Recordando el orvallo que presagia al primer trueno. Escuchando el murmullo lento de la Fuente de las Aguas.


Sus dos obras aguardan a ser leídas en las bibliotecas. Únicas como las dos sílabas de su nombre: Madín.

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