De hallarnos en idéntica tesitura, no todos dispondríamos de la determinación que demostró poseer Robin Williams para poder poner fin a nuestra existencia. Me aterra pensar, no ya en los momentos de desesperación por los que se vio obligado experimentar tras recibir el mazazo por la desagradable noticia de la enfermedad neurodegenerativa que padecía, sino en los terribles instantes finales del actor con una soga alrededor de su cuello que le impedía respirar.
Para casos extremos como bien podría haber sido en otras circunstancias el de Williams, o sin ir más lejos el de nuestro compatriota Ramón Sampedro que sí lo fue, el gallego que con apenas veinticinco años tuvo la desgracia añadida de toparse con la fatalidad sin previo aviso, se aprobó finalmente en el Congreso de los Diputados la tan ansiada por unos como denostada por otros Ley de la Eutanasia. Con ella, España se convierte en el sexto país del mundo que cuenta con reglamentación al respecto. No lo digo con orgullo, sí tal vez con satisfacción, pero sobre todo con alivio por contar con legislación dirigida a satisfacer una necesidad perentoria que, quiero dejar muy claro, no deseo ni para mí ni para nadie.
Quienes ignoren o simplemente no recuerden de quién estoy hablando, que visionen la película de Alejandro Amenábar en la que se narra la terrible experiencia vivida por Sampedro, una historia de la que se sirvió el cineasta para filmar uno de los grandes éxitos del cine español. En ella se refleja crudamente la angustia del protagonista, pero sobre todo una realidad velada: que de haber sido consciente de antemano del dramático desenlace que el destino le tenía reservado, nada menos que 30 largos y desdichados años postrado en el lecho viendo la vida pasar sin gozar de la mínima oportunidad de poder aprehenderla, muy probablemente el propio Ramón habría acabado con su vida mucho antes, evitando de esa forma implicar a terceros para poder poner punto final a un drama que le estaba consumiendo. Aunque entonces, claro está, ya no estaríamos hablando de eutanasia sino de suicidio puro y duro, harina al parecer de otro costal. Sus Cartas desde el Infierno, texto que recoge sus escritos más personales y conmovedores, una lectura que por supuesto aprovecho para recomendar a quienes todavía no tienen formada una opinión clara al respecto, dejan vislumbrar desde el primero hasta el último párrafo del libro sus anhelos más subrepticios.
Y es que tanto la desesperación como la piedad, eso lo sabrán quienes se hayan visto alguna vez discurriendo en sus lindes, son lo suficientemente poderosas como para inducirnos a hacer cosas de las que jamás nos habríamos imaginado capaces. Pensar que somos inmunes a su influencia por el simple hecho de desearlo sólo demuestra lo poco que conocemos de nosotros mismos o, lo que es peor, nos obstinarnos en obviarlo.
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