El padre James Lavelle (Brendan Gleeson), párroco de la iglesia de un pequeño pueblo irlandés, es amenazado de muerte durante una confesión por uno de sus feligreses.
 Si en Yo confieso (I Confess, 1953), infravalorado clásico de Alfred Hitchcock, el sacerdote interpretado por Montgomery Clift escuchaba de boca del asesino la revelación de un crimen que más tarde terminaría por implicarlo, debatiéndose entonces entre su inocencia y el secreto de confesión, en Calvary, segunda película del realizador y guionista británico John Michael McDonagh, el padre James, al que encarna un enorme, colosal Brendan Gleeson, recibe una amenaza directa de muerte por parte de uno de sus parroquianos que previamente le ha confesado haber sufrido abusos sexuales en manos de otro eclesiástico durante el pasado (se estima que en el seno de la Iglesia católica irlandesa se abusó de unos treinta y cinco mil niños entre los años cincuenta y los años ochenta). Con esta inquietante escena, limitada en su plasmación a un primer plano del protagonista, arranca el magnífico filme que nos ocupa.
Emulando a Gabriel García Márquez, podríamos definir a Calvary como la crónica de una muerte anunciada. El relato se estructura a lo largo de ocho días, de domingo a domingo. Una semana entera para que el padre James ponga en orden su propia vida (recibe la visita de su hija Fiona, a la que no ve desde hace algún tiempo y que ha intentado suicidarse) y la de la comunidad en la que ejerce su ministerio, antes de toparse en la playa con el frío rostro de la muerte, como el Antonius Block de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), aunque su personaje recuerde más al del sheriff Will Kane de Solo ante el peligro (High Noon, 1952). Durante esos días asistiremos al calvario de un hombre bueno, íntegro, en el seno de una colectividad mediocre y frustrada. James deberá soportar el descreimiento y la ironía de sus feligreses, de variopintas edades y condición social, bajo cuyas acciones (criminales en determinados casos) subyace el peor de los vacíos existenciales. La figura del sacerdote ya no es lo que era. Los tiempos han cambiado, y su presencia, antaño innegociable, es vista ahora como el arcaico y molesto rescoldo de una antigua moral. McDonagh ha reconocido inspirarse para su película en el llamado modelo psiquiátrico de Kübler-Ross, también conocido como modelo de las cinco etapas del duelo (negación, ira, negociación, depresión y aceptación), normalmente aplicado a aquellas personas a las que se les diagnostica una enfermedad terminal, o que, como en este caso, deben enfrentarse a una situación traumática.
El director, que en su narración no prescinde de un cínico y oscuro sentido del humor, opta por una puesta en escena sobria (especialmente austero resulta el cuarto donde descansa el protagonista), que contrasta con la primigenia belleza del paisaje costero irlandés en las secuencias de exteriores.
Calvary contiene diálogos brillantes, incómodas reflexiones, un gran personaje central y un buen grupo de pintorescos secundarios. De lo mejorcito que veremos en nuestros cines a lo largo de este 2015.
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