Japón, 1935. Con sólo dieciocho años, Taki (Haru Kuroki) abandona su hogar y se marcha a Tokio para trabajar como sirvienta en la casa de los señores Hirai, donde pronto se convierte en inseparable compañera de Tokiko (Takako Matsu), la amable señora de la casa.
 Delicioso, sutil, exquisito melodrama familiar ambientado en la primera parte de la era Showa que adapta una novela de éxito de la escritora japonesa Kyôko Nakajima. Después de su maravillosa puesta al día del clásico de Yasujiro Ozu Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953) en Una familia de Tokio (Tôkyô kazoku, 2013), el maestro nipón Yôji Yamada nos regala esta melancólica, contenida, bellísima película en la que se abordan temas como el pasado, la memoria individual, los secretos, el amor, la fidelidad o el sentimiento de culpa. Gracias a su interpretación, la actriz Haru Kuroki se alzó con el Oso de Plata a la mejor actriz en el Festival de Berlín de 2014.
Conviven en la compleja estructura narrativa del filme, que por momentos recuerda a la de Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995), de Clint Eastwood, tres líneas temporales: el tiempo presente del arranque de la cinta, donde asistimos al entierro de la anciana Taki (Chieko Baishô), y el de los últimos minutos de metraje; un tiempo algo anterior, quizá unos meses atrás, en el que el joven Takeshi (Satoshi Tsumabuki) ayuda a Taki, su tía abuela, a redactar sus memorias; y un tiempo pasado, el más importante y el que ocupa la mayor parte de la película, que abarca los años que van desde 1935, cuando Taki comienza a trabajar en la casa del tejado rojo, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, con el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. Esta aparente complejidad expositiva basada en la alternancia de tiempos, resulta sencilla para el espectador gracias a la maestría en la narración del autor de El ocaso del samurái. Al igual que Ozu, cuyo espíritu parece invocarse a través de la preeminencia de los planos fijos y de interiores, de la posición baja de la cámara y de la primorosa composición de los encuadres, Yamada hace que lo complejo parezca sencillo; y que, en sus manos, lo cotidiano adquiera el aroma de lo poético, de lo sublime, de lo extraordinario.
Como telón de fondo a este melodrama de amoríos secretos y paleta otoñal, de pasiones reprimidas por el peso de los convencionalismos sociales y de la supeditación femenina, tenemos la historia del Japón previo a la Segunda Guerra Mundial (Yamada utiliza la memoria individual para inducir de ella la colectiva), un país que, debido a su imparable crecimiento económico, demográfico, industrial y militar, creyó ser invencible antes de que el horror atómico y el discurso radiofónico de su emperador lo despertasen del sueño. Chiisai ouchi, otra memorable obra de su autor.
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