El pastor, que es un ser superior por su inteligencia y su posición en la jerarquía de los seres vivos (o eso nos cuentan), sabe que por si solo no puede controlar a toda su grey y echa mano de otros seres, inteligentes aunque no tanto como él, que actúan eficazmente para evitar cualquier desmán en el rebaño. Los perros son al rebaño como la policía al Gobierno: cuidan el perímetro oblongo donde se concentra el grupo y no quitan ojo a las ovejas negras… que no son siempre negras. Pero ya se me entiende. Los perros son los mejores amigos del pastor y sus más concienzudos colaboradores a la hora de mantener a todas a raya. Siguiendo con la metáfora, podría añadir que el propósito final del pastor no es procurar el bienestar de las ovejas, sino tratar de que durante el invierno les crezca un tupido manto de lana. En primavera vendrá el esquilado, que es como la “declaración de hacienda” del ganado lanar. Churras o merinas. Da igual: unas producen leche; las otras, lana. Y todas, carne.
El pastor bucólico entretenía sus ocios tocando el caramillo o la dulzaina.
Como le iba bien el negocio había contratado a diecisiete pastores subalternos que mantenían a sus rebaños pastando en otras tantas dehesas imaginarias, cuyos confines eran ahora celosamente guardados por los fieles canes. Esto, sin embargo, no siempre había sido así. Antaño los ganados eran trashumantes y las ovejas del norte bajaban al sur, las del sur iban al norte, las de levante a poniente y viceversa. Pero ocurrió que un mal día la peste comenzó a diezmarlas y el Pastor Jefe hubo de recurrir a sus adláteres para controlar la epidemia. Morían como chinches ¿Qué hacer? ¿Cómo evitar la hecatombe?
Reunió a los gurús de la tribu y les expuso el problema. Tras arduas deliberaciones decidieron que lo mejor era estabular a las ovejas, aislarlas para evitar que se contagiaran las unas a las otras. Pasaron los meses y unos brujos del septentrión elaboraron unas pócimas con que combatir la enfermedad. Allá en el norte también la padecían; pero no sólo allí, sino también en el resto de los puntos cardinales. Pasadas las semanas y los meses, el rebaño, incómodo, empezaba a reclamar aire y libertad e incluso algunas de las ovejas (las negras) empezaron a expresar sus dudas sobre el origen y “propósito” de la epidemia. El Pastor General se vio obligado a darles algo más de forraje (al menos eso prometió) e incluso autorizó que las ovejas se movieran un poco de redil a redil, pero “dentro de un orden”. Por fin, los brujos, artífices de las pócimas, llegaron a un acuerdo con los mercaderes para vender sus remedios mágicos, que fueron administrados poquito a poco a los abnegados cuadrúpedos, que los recibieron como si fueran el “bálsamo de fierabrás”, confiados en que con el remedio recobrarían su “libertad”.
También en esto expresaron “las de siempre” sus dudas, mas fueron acalladas por un balido general. El pastor del cuento se llamaba Monipodio. Era también una oveja, aunque de mayor tamaño e imponía mucho. Regentaba un célebre patio del que ya habló Cervantes. Y a pesar de que ni aquel año –el Año de la Peste- ni los que lo siguieron, se libraron las ovejas de ser trasquiladas, muchas de ellas admiraban a Monipodio y se deleitaban con las melodías de dulzaina que acompañaban a una salmodia que era siempre la misma:
“Lo hacemos todo por vuestro bien: Pronto no tendréis nada, pero seréis felices”.
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