Hace unos cuantos años que la comunidad internacional se vuelca con el quehacer de los progenitores. Personalmente, lo considero muy justo, para poder cambiar de aires y humanizarnos, comenzando por reconocer la labor de los ascendientes alrededor del mundo. La realidad nos indica que los niños han de crecer en una atmósfera mucho más familiar, comprensiva, generosa y de donación total. Precisamente, lo que nos falta después de tantos años de historias y caminos recorridos, es un linaje más armónico consigo mismo y con los demás. Andamos hambrientos de sosiego. Desde luego, se requiere de un mayor apoyo para los padres. Por si fuera poco, este clima de divisiones y venganzas entre familias, es público y notorio que la nueva enfermedad del coronavirus (COVID-19) trae consigo, además, un cúmulo de sentimientos que nos envenenan interiormente, aflorando mil efectos de ansiedad, estrés y vacilación. Desde luego, sin el sustento de los antecesores, todo falla, tanto la salud como la educación y el bienestar emocional. De ahí, lo importante que es introducir otras poéticas que nos vinculen a nuestras propias raíces, como comunidad educadora primordial e irreemplazable.
El quehacer de los progenitores, indudablemente, es esencial para dar continuidad a la especie, que para que prosiga abierta al don de la vida, requiere volver a la autenticidad de ese amor verdadero, que por desgracia hoy bracea en la confusión. Una civilización solidaria no es posible si falta esa auténtica entrega, que germina del afecto. Cuando los niños son privados de ese calor de hogar, o cuando las personas mayores conviven con la soledad impuesta, nos estamos matando a nosotros mismos. Hace tiempo que esta sociedad se ha vuelto salvaje. Aquellas virtudes o bondades domésticas, basadas en la comprensión y concretadas en la paciencia, mediante el perdón recíproco, también han dejado de cohabitar entre nosotros. Así, ha resurgido, esta plaga de inhumanidad que nos tritura el espíritu sensible, envolviéndonos en una espiral de ansiedades y conflictos que nos impiden continuar viviendo. Por consiguiente, ante realidades tan dolorosas, tenemos que reaccionar, no podemos continuar pasivos y hemos de tomar otras vías de comportamiento clemente y reconciliador. Disgregarnos es absurdo, todos requerimos de todos para poder avanzar humanamente; y, en efecto, los progenitores tenemos la misión de enmendar valores perdidos.
Cada cual tiene que ponerse manos a la obra, con el corazón dispuesto a ese vaivén de talantes. Las familias han de retornar a ser lo que son, un proyecto en comunión, con la secuencia del amor y el sueño de vivir. Hay que trabajar por la concordia de vínculos; y, en este sentido, hemos de reorientar las furias en la reconstrucción de un porvenir en quietud. ¡Qué la estirpe pueda regresar a ese nido de paz, de tal manera que todo se contagie de alianza! Realmente ahora faltan anhelos y sobran desprecios. Ha entrado en crisis algo tan vital como nuestra propia subsistencia. Hoy por hoy, un gran número de niños con padres separados, presentan problemas de equilibrio psíquico, de adaptación social y de rendimiento escolar. También muchos de nuestros mayores, abandonados por sus descendientes, se hallan desorientados y vacíos, tristes, muy entristecidos de no ser considerados por sus hijos. Ante estas realidades, el quehacer de los progenitores, ha de ser una labor responsable, siempre dispuesta a perdonarse, a darse firmeza y estabilidad mutuamente, a pesar de las dificultades y de los aparentes fracasos. Asimismo, los conflictos laborales y familiares han de subsanarse, pues son una fuente significativa de desigualdades de género en el empleo, que generan fuertes controversias, cuando lo que se debe brindar es un apoyo sistemático a los empleados.
No olvidemos que el rol que cumplen, tanto las madres como los padres, es fundamental para ese cambio que el planeta nos pide; y, de igual forma, para esa modificación de actitudes nuestras. En cualquier caso, si para la Organización de las Naciones Unidas (ONU) resulta imprescindible la puesta en práctica de políticas familiares orientadas al logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, previstos en la Agenda 2030, también es necesario abrirnos a ese mundo que rompe las cadenas que nos aíslan y separan, tendiendo puentes y en cooperación permanente. Tampoco se prive a los jóvenes del imprescindible contacto con sus orígenes, que es donde verdaderamente está esa sabiduría, que la juventud por sí sola no puede conseguir. Lo prioritario es que aprendamos a vivir juntos en esta diversidad, generando troncos en común, para que el árbol existencial no perezca. Son los progenitores, en consecuencia, los que están llamados a esa misión garante formativa, consecuentes con su obrar diario, a fin de transmitir los valores que nos fraternizan, mediante el compartir y el cuidado del otro. Por otra parte, es ecuánime anhelar un planeta que asegure techo y trabajo decente para todos, lo que nos demanda de una ética global cooperante y de una estética moral que nos embellezca los andares por la tierra.
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