Soy hijo y nieto de comerciantes. Desde muchas generaciones los niños de mi familia nos hemos criado detrás de un mostrador. Un abuelo se dedicaba al textil y otro a los curtidos.
Desgraciadamente se están acabando los establecimientos comerciales clásicos. Ferreterías, droguerías, ultramarinos, calzados, alpargaterías, tejidos y confecciones, juguetes, bazares, muebles, electrodomésticos, sombrererías, papelerías, librerías, tiendas de discos, marroquinerías, curtidos, bodeguillas, cordelerías, semillas, loza y cristal, casas de comidas, etc., cubrían todo el sector comercial de Málaga y de todas las ciudades y pueblos grandes de nuestro querido país.
Especialmente Málaga, la ciudad por la que han pasado todas las civilizaciones que bebían el comercio de sus aguas mediterráneas, la Málaga de gran parte de mi vida, era un hervidero de comercios que casi sin darnos cuenta han desaparecido paulatinamente a lo largo de los años.
Acabo de ver como se premia la constancia de algunos comerciantes malagueños con la presencia de una serie de fotos de los mismos en paneles instalados en calle Larios. Los viejos comercios, de larga tradición familiar, con recios mostradores de madera, tras los que atentos dependientes que parecían plantados allí indefinidamente, nos ofrecían todo tipo de mercancías que mostraban en sus vitrinas, escaparates, estanterías y anaqueles.
Si me centro en los comercios textiles, a los que he visitado intensamente durante muchos años, nacían casi todos de tres grandes familias: los Gómez, los Álvarez y los sobrinos de Félix Sáenz. De allí salieron grandes empleados que comenzaron su propia andadura estableciéndose a lo largo de las calles del centro: Compañía, Puerta Nueva, Cisneros, Especerías, Nueva, San Juan, Cintería, los Mártires, Andrés Pérez y, los más prósperos, Plaza de la Constitución, Granada y Larios.
A lo largo de mi etapa como representante de comercio podía visitar a treinta o cuarenta clientes malagueños en una mañana. Todos convivían en un escaso espacio geográfico y todos prosperaban de una forma extraordinaria. Posteriormente, con el crecimiento de la ciudad, se fueron extendiendo a los grandes barrios de la periferia, especialmente El Palo y, sobre todo, la zona de la Cruz de Humilladero.
Pero, ay, llegaron las grandes superficies que venden de todo. Los supermercados y los grandes establecimientos, que se convirtieron en ogros malvados. Se fueron comiendo sin piedad a todo ese comercio cercano y personal. Trocaron el uso del “apúntamelo” a la tarjeta de crédito. Propiciaron el paso de vendedor o comerciante, al cobrador de tickets y al que te dice sin mirarte: segundo pasillo a la izquierda.
Se han perdido miles de oficios y profesiones. Consecuentemente, miles de puestos de trabajo… y lo que te rondaré morena. Se impone la venta por catálogo e Internet. No va a quedar ni uno. Acabaremos sin salir de casa y mirando pantallas como un imbécil. Como aquella señora de una vieja película premonitoria. Vivía delante del televisor comprando todo lo que salía en la teletienda. Como añoro aquellas familias que llegaban a la tienda de mis ancestros. Se les ofrecía unas sillas y decían al dependiente: -Queremos tela para unos vestidos. Saque usted-. Y se formaba el cerro de piezas en lo alto del mostrador. Finalmente, compraban la primera que habían visto. Hoy en día todo se hace por Internet.
Mi buena noticia de hoy me la proporcionan aquellos que continúan manteniendo estoicamente abiertos sus establecimientos. Tales como Clemente Solo de Zaldi-Hogar, más de 140 años en calle Nueva, Pepito Fernández de “Modas Garden”, desde siempre en calle Mármoles, o Dirk López en la Cruz de Humilladero. Genio y figura. Tras el paso de muchos años te siguen recibiendo con una sonrisa, te saludan, te miran a la cara, te asesoran y te invitan a volver con su actitud. Benditos tenderos.
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