Un consejo tan sencillo como este: “Tendrás un lugar fuera del campamento a donde salgas, tendrás también entre tus armas una azuela, y cuando estés allí fuera, cavarás con ella, y luego al volverte cubrirás tus excrementos, porque el Señor tu Dios anda en medio de tu campamento para librarte y entregar a tus enemigos delante de ti, por tanto tu campamento ha de ser santo para que en él no vea en ti cosa inmunda, y se retire de ti” (Deuteronomio 23: 12-14), aplicado a escala global tiene cuantiosos beneficios ecológicos.
Un detalle que contiene el texto y que debe tenerse en cuenta en la lucha contra la contaminación del ecosistema se encuentra en el hecho de que “el Señor tu Dios anda en medio de tu campamento”, es decir, Dios no es un ser lejano sentado en un trono en algún lugar recóndito del universo observando impasible lo que hacen los hombres, sino un Ser tan cercano a nosotros que se mueve entre nosotros y que hace que su presencia sea tierra santa la que pisan nuestros pies. Con reverencia, ante su presencia tenemos que sacarnos las “sandalias”. Saber que el Creador del universo y en concreto del planeta Tierra que ha preparado cuidadosamente para que el hombre pueda vivir cómodamente en ella, convive entre nosotros, debería movernos a considerar tierra santa el lugar en donde ponemos los pies.
En el momento que por inspiración divina Moisés escribió el texto citado, el pueblo de Israel tenía que ser de unos dos millones de personas. ¿Se imagina el lector el aspecto que tendría un espacio cubierto de dos millones de defecaciones diarias? Es aspecto sería deplorable y el enjambre de moscas y otros insectos sería un serio problema de salud pública
La “azuela” de la que nos habla Moisés junto a nuestros utensilios, de manera simbólica, deberíamos llevarla dentro de nuestra mochila para utilizarla en las diversas situaciones diarias. Por haber perdido de vista que la tierra que pisan nuestros pies es santa, nuestro entorno lo hemos convertido en un vertedero a cielo abierto que afea el entorno. Hemos convertido en profana la tierra que pisan nuestros pies porque hemos olvidado que el propietario de la tierra que decimos es nuestra, su propietario es Dios, el Dios santo.
El fracaso de las campañas de concienciación para mantener limpia la tierra santa que pisan nuestros pies se debe a nuestro pecado no reconocido ni confesado a Jesús que lo perdona, hemos dejado de ser santos para convertirnos en profanos, nos atrae la suciedad a pesar que decimos que la odiamos, a la hora de la verdad no podemos evitar comportarnos incívicamente.
La conservación de la tierra en la pureza en que fue creada porque quienes hemos de tener cuidado del jardín en donde Dios nos ha puesto, no podemos hacerlo porque no conocemos lo que es la santidad y por inercia ensuciamos el entorno: Las ciudades sucias. Los acuíferos contaminados por los purines de las granjas: a las fuentes se les cuelga el cartel: “Agua no potable”. Los electrodomésticos y productos electrónicos tienen fecha de caducidad y no se pueden reparar. La mayoría de los desechos no se reciclan, el resultado es que el desecho se lanza en vertederos instalados en países del Tercer Mundo con lo que les enviamos a ellos la contaminación que producimos los llamados países “civilizados”.
El espacio se ha convertido en vertedero espacial por el que andan sueltos los restos de cohetes y satélites artificiales y sondas espaciales que se envían con el intento de descubrir si en algún lugar recóndito del espacio se encuentra vida. El mar está plagado de plásticos que causan que centenares de millares de animales marinos perezcan. Entre tanto, la distribución de alimentos se hace llegar a los consumidores envasados en plástico. Tal como está estructurada la sociedad profana de la que formamos parte es irreversible el fomento de contaminación del ecosistema. El que se cobren unos céntimos por las bolsas de plástico no detendrá la contaminación. El que grupos bienintencionados organicen campañas para limpiar espacios naturales, no resuelve el problema. Hace 7 ó 8 mil años, nuestros primeros padres fueron expulsados del idílico jardín en donde les había puesto el Creador para que lo cuidaran y guardasen.
La voz bondadosa de Dios con quien conversaban “al aire del día” se convirtió en la voz airada de Dios que como Juez dicta sentencia por la transgresión cometida por sus criaturas: “Maldita será la tierra por tu causa, con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinas y cardos te producirá, y comerás plantas del campo, con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra porque de ella fuiste tomado, pues polvo eres y al polvo volverás” (Génesis 3. 17-19).
El jardín de Edén en donde Dios puso a Adán y Eva era de una belleza inimaginable que no estaba contaminada con los espinos y cardos de la maldición divina, y la presencia del Creador le daba gloria. Los paraísos que nos venden las agencias de viajes reflejan algo de la belleza del paraíso original, pero son tierra maldecida en donde está presente el sufrimiento y la muerte. Para estar plenamente satisfechos necesitamos el paraíso restaurado.
En Apocalipsis, el último libro de la Biblia se describe algo de la extraordinaria belleza del lugar en que Jesús está preparando para recibir a quienes han creído en él: “La ciudad santa de Jerusalén…teniendo la gloria de Dios, y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal… La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera…y no habrá más maldición, y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán…”(Apocalipsis 21: 10,11,23,27; 22:3).
La descripción que hace Apocalipsis del paraíso recuperado no es nada más que un destello de su extraordinaria belleza que le da la presencia de Dios y de Jesucristo, pero es suficiente para desearlo y andar por fe esperando “la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10)
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