Supongo que a la mayoría de nosotros no nos gustan las discusiones. Y mucho menos cuando las mismas descienden a lo personal. Se tiene muy poco en cuenta el dicho popular que sentencia: “Cuando uno no quiere… dos no discuten”.
Tengo un amigo muy querido al que, cariñosamente, le denominaba “Don Pacontraria”. Parece que los años y el sentido común le han hecho sentirse menos beligerante. Pero siguen existiendo muchos amantes del: “de que se trata, que me opongo”.
Estas situaciones han venido a mi mente durante mi asistencia a una reunión de una comunidad de vecinos. La misma me ha hecho recordar la serie “aquí no hay quien viva”. Gente pacífica y amable se convierten en una especie de Guzmán el Bueno defendiendo su fortaleza de cualquier tipo de ataque.
Gracias a Dios la sangre no llega al río. Se termina la reunión y el cabreo subsiste el tiempo justo de desahogarse contando “el mal rato que ha pasado” y arrepintiéndose de “haber hablado de más”.
Estas situaciones me hacen pensar lo difícil que resulta la convivencia. Sobre todo cuando la misma sobrepasa las paredes de nuestro castillo, al que consideramos inexpugnable. Nos pasa siempre que vemos atentar contra la propiedad exclusiva de lo nuestro y el tener que ceder algo de nuestra comodidad a la comunidad. Lo he vivido en los sitios más insospechados. Entre los tripulantes de un buque navegando o en un convento de clausura.
Nunca dejamos de ser niños grandes. Abrazados a nuestros juguetes (lo nuestro) y en permanente alerta para que nadie nos los quite. Ni siquiera los use. Faltaría más. Que trabajo nos cuesta ser comunitarios. Como a “Pepita la artillera” nos gusta comprarnos un cañón y hacer la guerra por nuestra cuenta. “Cosas veredes….”
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