—Mis padres me pegan lo normal.
Esta frase que congela el tuétano ha sido escuchada por psicólogos infantiles en boca de niños y constituye una prueba dramática de la normalización de la violencia con víctimas de esas edades en ciertos casos. Los menos, es cierto, pero eso no hace que sean menos espantosos.
Aunque no es necesario ser objeto de castigo físico (o mental) para que tenga lugar esta aberración: formarlos física y emocionalmente como los agresores es otra de sus variantes, y alimentar en ellos el placer por el uso de las armas o matar por diversión transita de lleno por tan perverso camino.
Esta página de Facebook dedicada a ambas actividades muestra en una de sus publicaciones –cargada del horror y el asco que produce su impunidad- cómo hay vía libre para exponer a los niños a una educación que propiciará comportamientos agresivos y desadaptativos. Ha sido compartida por numerosos perfiles cinegéticos.
Escriben los administradores de ese muro que drogarse con la utilización de armas de fuego “es un viaje de ida, un camino sin retorno”, y en eso tienen razón aunque ellos nos lo expliquen desde el orgullo: la violencia inculcada a esa criatura es un cáncer destinado a evolucionar en metástasis y generador de destrucción, la de otros seres que se crucen en su camino, la suya propia.
Rompe el alma escuchar a niños decir que sus padres les pegan lo normal, pero no lo hace menos verles jugar con rifles o sonreír orgullosos junto al corcito al que acaban de reventarle las entrañas de un disparo. O de varios.
Los cazadores, cuando se habla de sus actos en esta faceta, son muy dados a repetir desafiantes que ellos educan a sus hijos como les da la gana, pero eso no puede ser así sea cual sea la situación en un Estado de Derecho. Del mismo modo que cuando les resultan inservibles para la caza a menudo matan a sus perros pensando que son de su propiedad y que pertenecen a la misma categoría que la linterna estropeada que arrojan a la basura sin mayores consecuencias, creen poder hacer con sus hijos cuanto se les antoje. Pero no, esos niños no son propiedad de sus padres, ninguno lo es, y educarlos en el uso de las armas o en el matar por pasatiempo debe tipificarse como delito, porque la normalización de dichas conductas en las mentes infantiles es caldo de cultivo demostrado para el ejercicio de la violencia en diferentes ámbitos y, en todo caso, vulnera varios de sus derechos.
No hace falta más que repasar en las hemerotecas asesinatos de género o ajustes de cuentas por unos metros de linde, enfado con el director del banco o petición de la documentación por parte de guardias rurales, entre otros, o basta con revisar perfiles de criminales en serie: en un alto porcentaje encontramos como protagonista que aprieta el gatillo a un cazador adulto, y rascando en el pasado a un niño que fue adoctrinado en la crueldad con animales, es decir, en la caza, una de sus modalidades. Aunque no es necesario ir tan lejos, llega con echarle un vistazo a los comentarios en las redes de los adictos a esnifar vapores de pólvora y de hemorragias ajenas, plagados de incitación a saltarse la ley en materia cinegética o de amenazas.
Qué imagen tan terrible la que ilustra este texto. Y qué degenerada la Ley que lo permite, la del mismo país que jura que estamos a la vanguardia en la Protección de los Derechos de la Infancia.
«Lo que se les dé a los niños, los niños darán a la sociedad» (Karl A. Menninger).
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