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El unicornio hallado en Baeza

A Elia Rodríguez, in memoriam
Luis del Palacio
sábado, 11 de septiembre de 2021, 08:48 h (CET)

Han pasado apenas dos semanas desde que se celebrara en Baeza (Universidad Internacional de Andalucía) un curso dedicado a uno de nuestros más señeros escritores vivos: Juan Eslava Galán. Durante cuatro jornadas, desarrolladas en horario de mañana y tarde, un grupo de escritores, amigos todos y discípulos literarios del autor jienense, descubrieron a los asistentes aspectos poco conocidos de su personalidad y de su extensísima obra. 


Clausura del curso dedicado a Juan Eslava Galán

Clausura del curso dedicado a Juan Eslava Galán


El plantel de conferenciantes, convocados por la “mano mágica” de Emilio Lara, estuvo formado, en su mayoría, por escritores que han hecho de la novela histórica su vehículo de expresión literaria: Almudena de Arteaga, Antonio Pérez Henares, Mari Pau Domínguez, Javier Sierra, Jesús Maeso, Eva Díaz y el propio Emilio Lara. Otros, no ligados directamente a este género, glosaron la figura literaria y humana de Juan Eslava Galán desde otras perspectivas. Es el caso de Fernando del Valle, director de ABC de Andalucía, cuya ponencia se centró en las colaboraciones del autor en este diario a lo largo de los años y muy especialmente en aquellas “terceras”, más de cincuenta, publicadas durante casi tres décadas. Ingeniosa, documentada y, cómo no, divertida resultó la extensa charla del embajador Inocencio (Chencho) Arias sobre cómo se percibe la realidad española en el extranjero; algo que, me temo, nos beneficia sólo a medias…


Y no quiero dejar de mencionar en este relato, sucinto y nada exhaustivo, de lo que fueron las intervenciones, aquella que le correspondió a José Ángel Marín Gámez, jurista y profesor universitario, que relató de una manera apasionante, en un español claro y casi, casi cervantino, cómo conoció a Juan Eslava Galán siendo alumno suyo, durante la etapa en que éste fue profesor de inglés en un instituto de Jaén. Realizó una semblanza memorable de la figura del maestro que fue –y es- Juan Eslava, rememorando un tiempo en que, con un escogido (y no al azar) grupo de alumnos, hacían excursiones para visitar castillos medievales y, así como suena, medirlos; es decir, efectuar los cálculos topográficos necesarios para levantar el plano de las ruinas. Aportaba una visión del autor que recordaba al personaje que interpretó Robin Williams en “El club de los poetas muertos”. Algo que trasciende lo simbólico: de vestigios componer un todo. Labor que ha venido desarrollando Juan Eslava a lo largo de su vasta obra, y que consiste en devolvernos una imagen de la Historia, ora novelada ora en forma de ensayo, lo más aproximada a lo que pudo haber sido… o acaso a lo que realmente fue.


No quiero dejar incompleto este comentario sin referirme a algo esencial: Juan Eslava Galán no sólo estuvo presente durante los cuatro días del curso (lo que fue un auténtico regalo) sino que participó activamente en él; con una conferencia, pero especialmente a requerimiento de los ponentes y, sobre todo, de Emilio Lara, que lo sacó al estrado en numerosas ocasiones. Y cuando desde las filas de atrás del Aula Magna avanzaba con caminar lento hacia el podio, ya sabíamos que la jornada iba a tener un desenlace todavía más feliz si cabe. Abría uno de las botellines de agua y decía: “Menos mal que me has vuelto a llamar, Emilio, porque estaba muerto de sed” Y entre serio y socarrón comenzaba un coloquio entre el escritor, los conferenciantes y los asistentes, creándose un ambiente que tenía mucho de magia (no en vano me referí antes a la “mano mágica de Emilio”, verdadero factótum del encuentro) en el que confluían, a partes iguales, literatura, historia y buen humor.


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Palacio de Jabalquinto, sede de la UNIA en Baeza


Existen términos en desuso que me gusta rescatar. Y ahora, como un destello, me viene uno que quizá se ajuste a lo que inspira la personalidad de Juan: bonhomía. Acudo al diccionario de la RAE para ver si esa intuición se corresponde con lo que los asistentes a este curso, breve y único, pudimos captar de su personalidad. Y compruebo que se adapta como guante a la mano: “Afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento”.


Citaré, por último, una pequeña anécdota que ilustra una buena parte de lo que he querido expresar en estas líneas:

Una de las mañanas, caminábamos hacia el Palacio de Jabalquinto, lugar de las jornadas literarias, Mari Pau Domínguez, Juan Eslava y quien esto escribe. Al cruzar la amplia plaza de soportales (lugar de nuestros posteriores y jugosos encuentros vespertinos) Juan nos llamó la atención, al tiempo que señalaba hacia la zona central ajardinada:

  • Vamos a dar los buenos días a Paqui.

Y hacia ella, que estaba paseando a su inseparable perrita, nos dirigimos.


Paqui Ayllón formaba parte del grupo de treinta y ocho alumnos del curso y había llamado la atención por su oportuno comentario acerca de Bernardo de Gálvez, héroe de la independencia norteamericana, y el libro Bajo dos banderas, publicado hace algún tiempo por Zenda. Era ciega y acudía siempre acompañada de Meadows, su guía y amiga desde hacía once años. En Paqui destacaban su inteligencia, su buen humor y su simpatía.


Así que juntos los cuatro (o, mejor dicho, los cinco, ya que no me podría olvidar de Meadows) anduvimos lentamente hacia la sede de la UNI, conversando. Y resultó que Paqui era autora de un libro, La lectora ciega, (con prólogo de Elvira Lindo) en el que narra cómo tuvo que aceptar el cambio de vida que representó perder la vista a causa de una enfermedad llamada “retinosis pigmentaria”. Hubo de abandonar su trabajo de enfermera y dedicarse a “otras cosas”; como, por ejemplo, leer libros (sí, leer, mediante un aparato que reproduce el texto a través de unos auriculares) a personas que, por causas muy diversas, no pueden hacerlo. Un “voluntariado lector” que acerca la literatura como si fuera un maná del espíritu. ¿No es eso magia?


Juan había procurado ese contacto y, en apenas doce minutos, los tres (Paqui, Mari Pau y yo) tuvimos a buen seguro la sensación de habernos hallado más cerca que nunca del Unicornio. Un unicornio mítico, pero a la vez tan real como aquellas campanadas que, desde la iglesia de Santa Cruz, comenzaban a dar las nueve.

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