La columna semanal que vengo publicando desde hace más de diez años bajo el título de “el segmento de plata”, nació de la iniciativa de un periódico digital que me la solicitó. Posteriormente, años después, decidieron eliminar ese apartado. Pero ya le había cogido “gustillo” al tema y sigo intentando cada semana, poner en valor (como se dice ahora) las capacidades de los pertenecientes a este segmento de edad en el que se conservan muchas de las posibilidades de los que aun se encuentran en activo.
Para mejorar, recibir y aclarar ideas, me sirvo en muchas ocasiones de esos dos maravillosos textos (Evangelios y Quijote) donde se encuentra respuesta a situaciones en las que te enfrentas a la disyuntiva de obrar bien o mal; acertada o negativamente; sabia o neciamente. Ayer leíamos el evangelio de San Lucas en el que se explica la parábola de los talentos (el evangelista habla de onzas de oro). Inmediatamente me vino a la memoria la situación de muchos de nosotros que decidimos guardar el tesoro mental de vida, de experiencia, de conocimientos o de buenos sentimientos en la profundidad de nuestro propio ser. No se sabe para qué. Estamos tan mosqueados y tan hartos de que nos tomen el pelo, que nos guardamos ese pellizco de capacidad de compartir y de desarrollar nuestra buena voluntad para servir a los que nos rodean. Nos cuesta salir de nuestro metro cuadrado que se ha convertido en nuestra área de seguridad o espacio de confort (como se dice ahora). Muchas veces pensamos que para qué ahorrar, si el dinero no lo van a enterrar en nuestro féretro a nuestro fallecimiento. Tampoco vamos a llevarnos a la otra vida el tiempo libre o los conocimientos. Como dice el Evangelio en la medida en que nos han sido conferidos así debemos devolverlos al mundo que nos rodea. A nuestro pequeño o gran mundo. Nos queda mucho que dar y que hacer. Ánimo amigos “puretas” del segmento de plata… o de bronce. Para qué atesorar.
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