Las reglas hay que cumplirlas. Estoy completamente de acuerdo con esta afirmación, aunque también creo que las circunstancias pueden flexibilizar dichas normas.
Una de las reglas oficiales de baloncesto en relación a las lesiones de sus jugadores es: «Si el balón está vivo cuando se produce una lesión, los árbitros no harán sonar su silbato hasta que el equipo con control del balón haya lanzado a canasta, haya perdido el control del balón, se abstenga de jugarlo o el balón quede muerto. Si es necesario proteger a un jugador lesionado, los árbitros pueden detener el juego inmediatamente».
Así lo marca el reglamento, así se debe cumplir. Ahora bien, veamos unas circunstancias concretas. Partido de baloncesto en la categoría de cadetes. Un jugador de catorce años cae en medio de la cancha y se queja de dolor. El árbitro no para el partido. Los padres, desde la grada, le solicitan que interrumpa la jugada mientras ven como el jugador, tirado en el suelo, se coge el tobillo del dolor. El juego sigue.
Cuando el árbitro para el partido, siguiendo las reglas, se dirige a los padres y, con paciencia, explica que según el reglamento el juego puede continuar porque en ese momento no peligraba la seguridad del jugador lesionado.
De acuerdo. Esa es la teoría, pero ¿se debe aplicar en la práctica en las circunstancias y con los protagonistas citados?
En medio de la cancha de baloncesto se encuentra un niño de catorce años retorciéndose de dolor, mientras una madre desde la grada angustiada le pide al árbitro que pare el partido.
Todos conocemos las bondades de la práctica del deporte en edades tempranas, y una de ellas es el aprendizaje de valores de ámbito social, en donde se destaca el respeto y el compañerismo. Pues bien, considero que tomando como base estos valores, el árbitro puede dulcificar la regla y dar una lección a esos jugadores quinceañeros: por encima del reglamento y de un marcador se encuentra un compañero que necesita que se respete su dolor.
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