Si naces toro y oyes hablar español a tu alrededor, existen sobrados motivos para preocuparte. A partir de entonces tienes el dudoso honor de haberte convertido en el protagonista de una historia de pasión, de identidad cultural, de negocio y, lo que es peor para tus particulares intereses, de linchamiento público. Todo junto. Dicho así ―y salvando el último punto―, hasta pudiera parecer sugerente. Pero el hecho de que ninguna de las personas que leen estas líneas daría su consentimiento para cambiarse por ti da cuando menos que pensar.
Si naces toro vives con tu madre, y durante cierto tiempo te dejan más o menos en paz. Analizado en ese momento, ser toro hasta podría resultar una experiencia interesante. Apacibles jornadas de sol y moscas, una vivencia que no requiere mucho más que un cronograma rutinario: despertarte, comer, acercarte con tus compañeros de manada hasta la charca, un relajado sesteo bajo tu encina favorita, y se te va el día sin apenas darte cuenta. Hora de regresar. Mañana será otro día.
Si naces toro debe de resultarte muy desagradable que, apenas con unos meses de vida, te separen un día de tu familia y te lleven a un lugar de calor infernal (casi tanto como cuando acercaron a tu nalga aquel hierro candente, apenas venido al mundo), con un aspecto que en nada recuerda a tu paisaje cotidiano. Arena oscura bajo las pezuñas, y una banda corrida de cemento y madera por todo horizonte inmediato, mires donde mires.
Un tipo a caballo aparece en tan extraño escenario, y te provoca para que te acerques, en una situación novedosa y desconcertante para ti. Te defiendes, pero cuando lo haces sientes un agudo dolor a la altura del cuello. Apenas unos segundos más tarde lo que percibes es un tufillo ferroso: parte de la sangre que hasta ese momento corría por el interior de tu cuerpo se abre ahora paso por la herida. Las provocaciones continúan. Tú respondes, a pesar de que comienza a invadirte una sensación de sofoco, fruto del calor y la hemorragia. Por la noche, de vuelta con los tuyos, recuerdas la experiencia como algo inexplicable y traumático. Ni te imaginas que, mientras tú apenas puedes pegar ojo por el escozor del boquete abierto, los humanos ya te han catalogado como «toro para lidia» o «morralla para fiesta de pueblo», según criterios humanos, que no bovinos. Lo cierto es que, si pudieras evaluar las consecuencias de uno y otro destino, no te sería fácil elegir tu final en base a uno de los dos estatus.
Cuando una fresca mañana aparece en el horizonte un enorme cubo móvil, tienes bien olvidado aquel nefasto día. Han transcurrido por lo menos cuatro años, y eso es mucho tiempo para un toro. Ni sospechas entonces que esa será la última vez que veas y huelas tu único mundo. Atrás quedará para siempre el paisaje de encinas y tomillo.
El constante traqueteo del vehículo acaba convirtiéndose en un tormento. Ni un instante de sosiego, sin siquiera poder darte la vuelta o echarte un rato a descansar. Tú eres toro, incapaz por lo tanto de medir el tiempo (¿para qué debería servirte tal habilidad?), pero han sido nueve horas de golpes en los costados, vómitos, mareos y angustia. No habías sentido nada tan desagradable desde la jornada de la tienta. Desciendes por la rampa, tambaleante y receloso, con veinte kilos menos. Desconoces por completo que uno de tus compañeros de manada murió hace dos semanas por colapso durante el traslado.
Un par de días más, y otra vez al horrendo chiquero, las varas que pinchan tu cuerpo y te dirigen para aquí y para allá… Otro pinchazo en el cuello como aquel ya casi olvidado, y la única salida hacia un entorno redondo, tumultuoso, asfixiante, vagamente familiar. De nuevo el tipo del caballo, esa figura siniestra que repite la operación, pero esta vez de una manera mucho más brutal, más prolongada.
Si naces toro te introducen en la espalda una puya metálica del grosor de un brazo humano. Sacan y meten la vara para agrandar la herida. Una vez dentro, el diabólico instrumento gira sobre sí mismo como un taladro, con el perverso fin de raspar la cara interna del boquete, para lo que resulta especialmente eficaz forrar el extremo del palo con maroma. Si naces toro eres lo suficientemente imbécil como para pensar que empujando al caballo te vas a zafar de la tortura. Desconoces que, a estas alturas, no tienes posibilidad alguna de escapar.
Apenas un respiro antes de que se acerque corriendo una absurda figura luminosa y te clava, en diferentes acometidas, hasta media docena de pinchos que te producen un dolor de fuego. Tratas de librarte de ellos con bruscos movimientos de cabeza, pero no consigues otra cosa que desgarrarte los músculos con los arpones. La pérdida de sangre te nubla la vista, y ni el incesante jadeo consigue que recuperes tu ritmo cardíaco habitual. La sed te abrasa la garganta, y pensar en el agua de la charca bajo la encina no hace sino angustiarte aún más. No hay tregua. Definitivamente, esto es mucho peor que lo de la tienta. El incesante griterío te impide encontrar un segundo de consuelo.
Si naces toro se te planta enfrente el tipo brillante, se arranca a toda prisa con un sable en la mano y te atraviesa los pulmones. A veces también el corazón. Este pasaje resulta especialmente doloroso, porque te acaban de reventar tu bolsa de oxígeno y comienzas a ahogarte. Por la boca sale un caudal de sangre importante, que se une a las babas y al moco que te ha acompañado desde el principio de la lidia. Si naces toro no tienes ni puta idea de lo ridículo que resulta pensar que, quizá como la otra vez, al final dejarán que vuelvas a tu encina, a tu charca, con los tuyos. Empiezas a sospechar lo peor cuando, ya inmóvil en el suelo, sientes como te rebanan las orejas hasta desprenderlas de la cabeza, donde siempre habían estado desde que recuerdas. A veces corre la misma suerte el rabo, el mismo que tan útil te había resultado a la hora de mantener a raya a los pesados tábanos. Llegados a este punto, sólo puedes desear morir antes de llegar al desolladero, pero en ocasiones tu destino es tan cruel que ni siquiera eso sucede.
Nunca sabrás que hasta es posible que tu tormento y el de otros cinco compañeros puede haber servido de excusa propagandística con el objetivo de recaudar fondos para luchar contra comportamientos humanos tan deleznables como el terrorismo, la violencia doméstica o la guerra.
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