No todo trasciende. Mucho de lo que es se agota en sí mismo. Cuando las personas realizan acciones que van más allá de su personalísimo horizonte, entonces, quizá, trascienden. Trascender es ir más allá de la esfera inmediata y superficial. Sí, es producir efectos multidimensionales que tocan lo que de otra manera permanecen en el estado en que se encuentran.
¿No acaso somos viajeros de la experiencia corpórea? Somos solo en el aquí y en el ahora, pero lo somos, al menos en nuestro paso por este plano, en relación con el pasado y con el futuro. Cuando tomamos consciencia del “muñequito que mueve al monigote” –la consciencia viendo hacia adentro–, algo sucede que nada es igual. Todo cambia. Todo cambia, hasta lo que fuimos gracias al recuerdo y la huella que de nosotros, comuniquen nuestros herederos.
¡Vaya labor de los que vienen!, porque lo hecho, hecho estará, pero la labor está incompleta hasta que tomamos forma en lo que digan de nosotros los que vienen atrás. Entonces, seremos un ramo de flores, una fotografía en la pared, una anécdota frente a un aperitivo, una lágrima a contraluz.
Reparo en estas y otras reflexiones mientras repaso las páginas del libro cuidadosamente elaborado bajo el título: Andrés Peraza. Escultor. 1922 – 1998 (Grañén Porrúa. 2022). Neófito en la obra de Andrés Peraza, me pillo sorprendido en el proceso de parto. Don Andrés es para mí, en gran medida, lo que dicen éste y otros libros de él. Lo que dicen sus descendientes de él. Lo que yo sea capaz de desentrañar de su obra.
¿Es importante saber quién fue Andrés Peraza o me estoy distrayendo, y es más importante descubrirme en su obra? Sí, me he estado descubriendo en la obra de Andrés. Sé más de mí en cuanto sé más de su Hombre cósmico y de su representación del Latimeria chalumnae. Pero, al cuestionarme sobre quién fue Andrés Peraza también sé más de mí. Me veo en sus zapatos y asimilo más los míos. Escucho los testimonios sobre su vida y obra, y pienso qué será de mi recuerdo llegado el momento de la transición corpórea.
No todo trasciende. En la vida ordinaria, superflua, no trascendemos, se agota en el trajín. La vida ordinaria aturde, lo extraordinario dentro de ella, para bien o no tan bien, despierta. Cuando despertamos, aunque sea por instantes, percibimos la profundidad de la vida. Nos aventuramos a no ser triturados por el molino de las preocupaciones de la masa.
Veo la profundidad de lo extraordinario en la obra de Andrés Peraza, imagino las horas y horas de vida ordinaria para parir lo fuera de lo habitual. Me hermano con Andrés como lo hago con quienes no fallecen luchando por lo extraordinario. Por lo extraordinario del arte. Esas pizcas de lo extraordinario jamás se agotan en sí mismas, son de esa sustancia que trasciende.
Agradezco al equipo que hizo posible el libro conmemorativo a los primeros cien años del natalicio de Andrés Peraza, en especial a su hijo Miguel, porque sé que no ha sido fácil, pero, a cambio, han logrado regalarnos una cápsula de trascendencia.
Sigo inmerso en las cavilaciones tratando de parirme, porque, me queda claro, seremos lo que trascienda de nosotros.
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