El ser humano cuenta con un listado interminable de talentos espectaculares y de miserias aborrecibles. Tanto talentos como actos despreciables, han estado presentes en todos los tiempos de nuestra historia, y la verdad es que no hay nada nuevo bajo el sol del Siglo XXI. Pero hoy quisiéramos expresarnos en torno a la actitud denigratoria por excelencia denominada “difamación”, la cual parece haberse subvertido en nuestro tiempo de manera magistral: de ser un acto cobarde y artero, ahora es un gran talento naturalizado e incluso patrocinado por una cultura de negación total al principio básico de la justicia, a saber, la presunción de inocencia.
Siempre existieron los difamadores, es imposible negarlo. En nuestra bella historia de la filosofía contamos con un caso fundante ejemplar que data del año 399 A.C, a saber, el juicio y condena de Sócrates, figura primordial de la configuración de la filosofía occidental. Al maestro se lo acusaba de corromper a los jóvenes y de negar la existencia de los dioses. En el texto denominado “Apología de Sócrates”, presentado por Platón, su discípulo predilecto, se describe minuciosamente el proceso por el que atraviesa el denunciado, el cual dialogando con sus alumnos procede meticulosamente y argumentativamente a desmontar la verdad oculta detrás de la pantomima judicial: se lo estaba castigando, básicamente, por haber criticado fuertemente un sector específico de la sociedad ateniense. En otras palabras, lo invitan a morir, o a exiliarse, por pensar.
Han pasado dos mil cuatrocientos veintidós (2422) años desde aquel patético episodio injusto, y debemos considerar que salvo algunos condimentos y estructuras, la humanidad poco ha podido avanzar en el ideal de la justicia apoyada por un modelo racional que busque cierta objetividad ante el caos y el reinado de la sinrazón que nos caracteriza como seres tremendamente inmorales y obcecados. Cuando decíamos previamente que la difamación- del latín “diffamare” (“dis”: esparcir, difuminar, separar; “fama”: noticia, rumor)- se ha naturalizado y se ha convertido en herramienta judicial suficiente, nos referíamos exclusivamente al sentido de aceptación plena del rumor dado y esparcido por quien sea (medios de comunicación, sociedades, organizaciones, Estados, empresas, etc.) para causar daño intencional irreparable sobre otros. Dicha figura supo tener, en tiempos pre-post-modernos algún tipo de condena, puesto que el agravio y la falsa acusación o diseminación de mentiras sobre alguien puede, literalmente, arruinarle la vida y empujarlo a la muerte.
Pues bien, los tiempos no han cambiado tanto, pero ciertas prácticas se van sofisticando. La prueba empírica de corroboración de un hecho se ha convertido en una vieja reliquia mirada con desdén, y hemos procedido a considerar como cierto solamente el testimonio verbal sustentado básicamente por la diseminación del rumor, el cual desde su raíz etimológica ya indica en su raíz al “ruido”, deformación del sonido original que, al ser propagado, se convierte para muchos en una realidad indiscutible. Si a ello le sumamos que en la actualidad cada ser humano adolescente y adulto cuenta con un dispositivo móvil mediante el cual puede compartir indiscriminadamente una cantidad incontable de información falsa, la fórmula de la difamación instantánea y masiva se hace moneda corriente, implicando con ello la banalidad egoísta de contribuir a la aniquilación de la reputación de un sinnúmero de personas que prácticamente no tienen derecho a réplica, paradójicamente, en un mundo que dispone de cientos de medios masivos de participación que mucho permiten decir y en el fondo, nada dicen (es, como nos señalaba el gran Umberto Eco, el imperio de los patanes con voz y voto en absolutamente todo).
No es casual que Sócrates, gran opositor a la sofística de su época, haya sido condenado. Como bien sabemos, al maestro de Platón sólo le interesaba la verdad, la cual fue su obsesión hasta su último respiro. Pero en la época mencionada estaba en auge otro tipo de educación (y su correspondiente práxis política), sustentada por la argumentación retórica que lejos de querer revelar una realidad o descubrir una verdad, se satisfacía con convencer mediante argumentos convincentes de cualquier cosa a la población, a cualquier costo, ¿les suena conocido? Enfrentarse con los impostores le costó la vida, puesto que, como siempre hemos sostenido, el acto de pensar y de expresar dicho pensamiento implica siempre un peligro.
El mismísimo Papa Francisco en el año 2016 se pronunció al respecto de las consecuencias nocivas del rumor, al cual calificó de “acto terrorista”. Podrá Ud., querido lector, pensar que es una exageración por parte del Sumo Pontífice, pero intentemos comprender los alcances del calificativo que le otorga a esta actitud cobarde y malévola. Si prestamos atención a la raíz indoeuropea el prefijo "reu'', a saber, "rugir'', "murmurar' nos da una pauta esclarecedora: el rumor siempre se presenta por lo bajo, subyaciendo a la personificación de la persona que lo esparce y se ramifica a gran velocidad, gracias a la ayuda del tan amado por los mediocres “se dice que…” hasta que, al momento de ascender de las profundidades del anonimato, ya está en boca de todos y es considerado una verdad inapelable. ¿No es acaso, eso, un acto de terrorismo? Si prestamos atención a los mismos, nos enteramos de ellos cuando ya están consumados, cuando ya han hecho daño, cuando ya han cumplido su misión destructiva. Previamente, forman parte de un estadio de planificación, secreto y escrupuloso cuidado.
La difamación es una clara expresión de terrorismo porque en cierto sentido mata. No se trata de una exageración, sino que es literal el daño mortífero que causa al cumplir con el objetivo de poder sostener un cúmulo de falsedades en un mundo que naturaliza la mentira, y ello inexorablemente puede tener consecuencias sumamente peligrosas para la humanidad. Es obvio que un rumor no es un proyectil que quita una vida, pero sí puede ser el sustento de una decisión arbitraria que deje sin empleo a una persona, o que ensucie injustamente el honor y buen nombre de cualquier ciudadano, sin que ello tenga consecuencia legal o moral alguna. En este sentido, “morir” no es simplemente perder los latidos del corazón, sino ser apartado completamente cual escoria del ámbito social, de la familia, los amigos, el trabajo y la vida en comunidad. El daño casi irreparable de la difamación deja una marca casi imposible de borrar que acompaña al acusado o al difamado por el resto de su vida, puesto que quienes recepcionan y comparten habladurías, difícilmente tengan la empatía de intentar cambiar su juicio, aún cuando haya sido demostrada la falsedad de los dichos.
Como siempre sostenemos, no pretendemos cambiar el mundo desde un humilde editorial de reflexión, pero no podemos dejar de intentar invitar a los lectores a pensar sobre este asunto tan delicado y acuciante para todos: el problema de fondo de lo precedentemente explicitado es la verdad. Sin verdad alguna, reina inevitablemente el absolutismo del relativismo que, lejos de ser simplemente una postura acomodada desde lo epistémico, funda dispositivos de poder que ejercen sobre todos nosotros las más injustas consecuencias al son de la aprobación masiva de una ciudadanía que abandona progresivamente toda pretensión de conocimiento verdadero y objetivo. En otras palabras, la mentira naturalizada de la difamación y la falsa denuncia instala regímenes autoritarios (en el seno de Estados “democráticos”) en los cuales incluso el propagador de mentiras puede ser víctima de su propia medicina, tornando la existencia en una coerción constante que nos empuja al abismo del silencio paralizador.
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