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Queremos osadías mejores

Rafael Pérez Ortolá
jueves, 17 de diciembre de 2015, 23:00 h (CET)
Muy pronto descubrimos las dificultades de este paso por el mundo. Todavía esperanzados en los rumbos iniciales, con frustraciones acumuladas a lo largo de los años y frecuentes concluciones pesimistas al final, esto no tiene arreglo. Algo continuamos haciendo mal. Con el mito del Paraíso perdido en la retaguardia ancestral, a través de las sucesivas generaciones, hemos acumulado experiencias de manera incesante. El nombre dado a cada descubrimiento engrosó el bagaje; las cosas y los afectos, el simple cruce de tendencias, los apoyos o las maldades, ampliaron los diccionarios de las variadas lenguas. Pues, sabido es, que las DENOMINACIONES nos aproximan a las características de lo nombrado.

Con paraíso o sin él, poner nombre a las cosas es un principio saludable para evitar las confusiones a la hora de manejarnos con las realidades. El punto de partida es todo un DESAFÍO, nos atrapa con diversas percepciones. El olvido no anula las realidades, menos aún, si es una pose interesada en aparentarlo. El recuerdo es subjetivo, tampoco equivale a la memoria, aportan matices diferentes y no son manejables al completo. Las alucinaciones entorpecen las valoraciones y la simple fantasía entra en los juegos dialécticos. Si no recuerdo mal, los habitantes de Macondo entrevieron este desafío, tomando la determinación de rotular las diferentes realidades, no fuera a ser que el olvido o las tergiversaciones tomaran el mando.

Iban acertados en sus previsiones; juzguemos sino las excursiones linguísticas de todas las épocas al servicio de inteligencias desmañadas. Vamos a llegar a un extremo en el cual el LENGUAJE mantenga su validez en exclusiva para cada persona, fuera de lla modifica sus sentidos. Nada nuevo en la palestra, la idea de la confusión después de Babel es un mito activo donde los haya; de tan asumido, lo practicamos a tope; está incardinado en los genes. Tomamos a risa la precisión del lenguaje; toda una revelación de la descoordinación mental subyacente. Damos pábulo con desfachatez al desencuentro creciente, de fácil comprobación en los avatares que nos asedian.

Arrastrados por las manifestaciones públicas habituales, escuchamos un sonsonete que acaba en concepto consolidado; las ideas están revueltas por definición, sin manera alguna de asociarlas con fundamento. Aunque sea falsa la conclusión, su reiteración la consolida en el plano general. El acomodo pasa de instintivo a una credulidad necia. Puestos en esas disposiciones venimos echando en falta la osadía del enérgico posicionamiento personal, reivindicativo de la ASIMILACIÓN propia de los contenidos, los lugares internos con criterio, intransferibles. Para expresarlos con una arrogancia serena, respondona frente a las imposiciones; que además, con mucha frecuencia son insustanciales.

Las andanzas del alma no son colectivas. Si ya discutimos con respecto a la existencia del alma; del alma colectiva, quién sabe cuanta distancia nos separa. Alumbrando teorías complejas volamos a considerable altura, es evidente; desde abajo, perdidos en la distancia palpitan ilusiones, rencores, amores, nostalgias, locuras, maldades, lágrimas, desgracias, compasión… Es decir, divagamos con un desdén persistente hacia las percepciones cercanas a cada sujeto, diluidas estas en la globalidad. Precisamos de la ENCARNACIÓN de las polémicas en un descenso aproximativo a las facetas constitutivas de cada persona. Precisamos, sí; aunque perdidos en dialécticas inútiles, los detalles no cobran presencia en las gestiones emprendidas.

“El copioso estilo de la realidad no es el único”, escribió Borges. Pero la frase entraña un desliz de graves repercusiones. La acumulación de hechos palpables deformó la realidad hasta extremos patentes; pese a lo cual, aún domina la idea de imponerla a cualquier otra consideración. El basamento de algo irreconocible, como el fundamento para el progreso. Dejando caer, como si el gesto de una mano, las ilusiones, esos recuerdos entrañables, la angustia, el aire del terruño, los abusos sufridos, no fueran SUTILEZAS reales. Deviene en imperativo acuciante la recuperación de todas las realidades, incluidas las personales; no únicamente las programadas por agentes de pérfidas intenciones.

Porque si de esas sutilezas reales nos hacemos cargo, encontraremos infinidad de caminos para el disfrute de uno de los mejores placeres posibles; el de la transformación de los estragos personales en las DELICIAS de una serie de vidas aventuradas, dirigidas por la calidez de las vibraciones de la existencia. No es posible su control por la soberbia de los humanos, aunque esta no cesa en sus intentos, con el recurso a toda clase de supercherías. Se trata más bien de todo lo contrario, la gratificante sensación experimentada al facilitar la vitalidad de todo ese potencial; con el único freno de no perjudicarse entre sí. Sin duda, una tentación reformadora distante de las trifulcas habituales.

Escuchamos frases referidas a los eventos inexplicados. Algo no hemos hecho bien, qué habrá originado esos desastres, porqué reaccionó así… Muchos sucesos escapan a nuestra comprensión. Notamos como los sentidos y la experiencia directa, al menor descuido o sin él, nos dejan desconectados de los mecanismos actuantes. Dichas fuerzas SUBYACENTES son ubicuas. En la mente circulan como subconsciente, pero las fuerzas misteriosas del mundo circundante superan con creces a los ocultamientos interesados, que sí son obra de autor, agentes manipuladores. Hemos de contar con ese campo común de los enigmas; pero afanados en el descubrimiento de las falsificaciones.

En el horno social predominan las algaradas vociferantes, casi siempre dirigidas a distancia de manera insensata por gente creída de su superioridad. El NUDO gordiano reúne esos funcionamientos. Por eso necesitamos otras bases de comportamiento, distanciadas de cualquier poder con rasgos hegemónicos, sobrevenidos por movimientos dinerarios, tergiversación de conceptos, provocación de situaciones terroríficas o traiciones inconfesadas.

Afrontamos el RAYO que no cesa del lenguaje quevediano, puesto que en cada esquina nos sacude; exclamamos vivos lamentos, sobre todo quejas referidas a los procederes de otra gente. Apenas prestamos atención a las NUBES que lo precedieron, aunque en su configuración estuviéramos involucrados. Si enemistados con el análisis responsable, somo meros adictos a la queja, el revulsivo eficaz seguirá en la más alejada ausencia.

A qué las quejas, a qué; clamores nacidos frente a los despropósitos, rutilantes y quizá rotundas. Formarán un auténtico torbellino de colores, expresión de una vorágine artificiosa, por lo escurridiza e irreflexiva; si no apreciamos por ningún resquicio ese ánimo cuajado para la elaboración de mejores alternativas. Dicen que nos movemos entre mentalidades líquidas, también por lo escurridizas; pues eso, aboguemos por el reposo preciso para el CUAJO adecuado.

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