En un mundo globalizado, donde unos lo tienen todo y otros no tienen nada, verdaderamente es la mayor injusticia social que un linaje ha podido cultivar, un auténtico escándalo moral que nos deja sin abecedario para poder dialogar. Hay que dignificarse haciendo familia, tomando conciencia y siendo justos. Ser solidarios de corazón, acogernos y recogernos recíprocamente, con ese auténtico calor de hogar, que para desgracia nuestra no suele cohabitar. Ante este bochorno inhumano, quizás sería bueno que se engrandeciese la decencia de las parejas y la sublime vocación para la transmisión de la vida humana. Lo que está claro es que no podemos continuar derrochando.
Tengamos un poco de vergüenza y extendamos el espíritu donante, que en principio ha de reconciliarse con su propio linaje. Las lágrimas de los desfavorecidos están ahí, en cualquier esquina y en cualquier barrio del territorio planetario. Las estadísticas reales de los corazones afligidos, no encuentran sosiego, saben que nos enfrentamos a una crisis alimentaria mundial sin precedentes y todo indica que aún no hemos visto lo peor. El mundo avanzado tiene que activar la cultura del aliento hacia sus análogos y, aunque la capacidad de réplica de los gobiernos se vea limitada por sus particulares problemas económicos, tenemos que sumar esfuerzos y donaciones, por mucho que aumente la amenaza de la recesión mundial. El esfuerzo humanitario nos llama a todos, sin excepción alguna, lo que exige una acción mundial concertada, que garantice la seguridad y sus derechos fundamentales. Lo que no es de recibo, por parte de cualquier Estado social, que muchas personas que viven en la marginalidad no se les atienda ni entienda, y vean denegadas continuamente y violada su dignidad. La desigualdad de oportunidades es tan manifiesta e innegable, que causa verdadero pánico, máxime cuando el mundo de los aventajados aumenta repentinamente sus ingresos. No hay clemencia para los despreciados. Tampoco se les facilita ni un trabajo decente (se les discrimina) para poder desarrollarse humanamente. Ojalá pudiéramos hacer renacer otro ánimo más cooperante, el de hacer comunidad reconociendo la consideración hacia toda persona. No olvidemos jamás, que la corrección del particular comportamiento radica en mantener cada cual su mesura sin perjudicar la autonomía ajena. Abramos bien los ojos para el discernimiento de situaciones diversas, sobre todo en este cambio de época que estamos viviendo, en el que todo parece comprarse y venderse. A propósito, cuidado con ese orbe dominador y dominante que todo lo corrompe, pues el corazón lo suelen tener empedrado de vacíos y de vicios. Son incapaces de restablecer la rectitud, de remediar el escándalo y de corregir al culpable. En cualquier caso, la dignidad nos obliga a mirar hacia adelante sin rencor ni resentimiento, aunque tengamos un acceso desigual a la justicia o limitado a la atención médica o formativo. Lo importante es persistir. Jamás debemos permitir que la autocomplacencia se apodere de nosotros. Ahora es el momento de hablar claro y profundo, de potenciar los sistemas de protección social en todo el planeta, de aunar esfuerzos y de universalizar la inclusión de latidos, en los espacios vivos de cada aurora. Por desgracia, hoy manda el atropello a través de un sistema económico que tiene en el centro un ídolo posesivo e imperioso, cuyo nombre es don dinero. En efecto, el capital nos capitaliza como mercado y nos aborrega como clientes. Si hay algo que debe cesar es que el río de caudales nos dirija y mande sin contemplaciones de ningún tipo. Deberíamos, por consiguiente, entregar menos migajas y más dignidad. Sin duda, necesitamos proyectar otro porvenir que nos haga experimentar lo que significa crear hogar y poder llevar el pan a casa, asegurándole los medios dentro de los cauces de la libertad, el cometido y la responsabilidad. Indudablemente, uno de los grandes temas que ha de ser examinado es el de la justicia social. En este sentido, nos impregna de esperanza, que la oficina de Derechos Humanos presione para desmantelar los sistemas que perpetúan el racismo. Puede que tengamos que encarar los legados del pasado, adoptar medidas especiales y garantizar una justicia reparadora. Únicamente así, se pone fin a la impunidad y se fomenta la confianza. Seguramente necesitemos de otros liderazgos más vividos y clementes para que podamos salir a ese reencuentro fraternal, para que cada uno pueda ser sanado internamente y externamente, recuperando la grandeza en las prácticas junto a la realidad del alma, como modo de vivir con plenitud y seriedad.
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