A la ciudadanía se la vende grandeza, cuando todo es penuria, en forma de crisis, epidemias, guerras y otros inventos para especular en el marco del sistema capitalista, mientras la decadencia se instala en el plano estatal. El mentor ya se conoce quien es y con la fórmula utilizada sucede lo mismo.
Políticamente, el viejo capitalismo de corte burgués, que se soportaba en el principio nación, ha sido superado por las nuevas realidades económicas de la mundialización, lo que le ha llevado a prescindir de aquel espíritu local y social de otros tiempos, ya que actualmente resulta inservible, al haber sido desplazado abiertamente por los intereses de empresas que exigen romper fronteras. Con lo que el Estado-nación apenas cuenta como valor en el proyecto global, salvo para servir de instrumento soporte a toda una parafernalia jurídica diseñada como fórmula de control de las explosiones sociales.
De otro lado, aunque el capitalismo operativo ha cambiado en ciertos aspectos sus planteamiento sociales, adecuándose a las circunstancias, en esencia permanece viva su tendencia explotadora. Simplemente se ha desprendido de la careta y ha dejado de practicar como una ideología con trazos aparentemente humanistas, entregándose preferentemente a la realidad económica por la que se rige, utilizando al hombre para comerciar, pasando a imponer su credo social, conservando de esta manera para él mismo el principio de utilidad, la propiedad, el control del dinero, el poder, exigiendo a las masas la entrega al consumo.
Pieza clave de este proceso sigue siendo el Estado como aparato de control social desde una perspectiva política, pero solo cabe hablar de él como Estado globalizado. Con la globalización plenamente establecida, la infraestructura estatal ha experimentado un cambio significativo, dejando de ser un elemento clave de la política para pasar a ser, por un lado, la pieza que cobija a la burocracia encargada de mantener el orden y, por otro, el cercado material de un conjunto de masas debidamente identificadas.
El capitalismo ha alcanzado su propósito de domesticar a la política, poniéndola totalmente a su servicio, y docilizar a las masas, entregando plenamente su existencia al mercado. Lo primero supone cercenar cualquier posibilidad de que la ciudadanía decida sobre su propio destino, puesto que otros, asalariados del sistema, se encargan por ellas. Y no son, como cabría suponer, los productos de esa democracia de mercado dominante, sino la inteligencia encargada de fijar la marcha global. Lo segundo, al entregar a las masas a la marcha del mercado permite que la realidad de su propio gobierno sea precisamente los intereses del comerciales del empresariado multinacional dominante. Las grandes empresas desempeñan el papel de punta de lanza que marca la vanguardia agresiva del mercado. Ya no son los Estados los que operan en el mercado empresarial, son las grandes multinacionales las que intervienen en la acción estatal promoviendo políticas de mercado, dirigidas a la defensa de sus propios intereses mercantiles, camufladas de falso progresismo para ilusionar a las masas.
De ahí que los Estados de las sociedades ricas hayan acabado siendo vasallos del poder empresarial global, lo que se corresponde con ese debilitamiento del poder de su elite política en la cuestión de la toma de decisiones de relevancia, no solamente económicas, sino políticas. Aunque se ceda una parte del mismo en favor de la masa de consumidores, por razones de protagonismo de mercado, sus facultades como poder ordenador estatal no se han visto mermadas. En cuanto a los derechos de los ciudadanos, teóricamente se incrementan, acompasándose a los avances que vienen con las sucesivas oleadas industriales, adecuándose a su mayor capacidad de consumo. La parte negativa viene con que alcanzar un bienestar creciente y generalizado entraña la pérdida de la individualidad, al hacerse dependientes de las determinaciones del mercado.
Con una política sujeta a la supervisión del sistema y, en los temas locales, igualmente dependiente de quienes han sido destinados a solventarlos, el Estado, máquina inerte, sujeta al operativo burocrático, se limita a seguir instrucciones externas. Estas son, considerarlo como soporte del orden social, colaborador de la estabilidad del mercado local y protector del mercado global. La política de los intereses locales no existe, porque viene dirigida desde fuera. Con lo cual, ya no es el centro de la política de los países, sino el paraguas del mercado. No dispone del poder de toma de decisiones que puedan afectar a la comunidad local, porque lo trascendente, para estar en línea con el sistema, le viene impuesto. El resultado es el fin del Estado-nación y la aparición del Estado globalizado. Nada de esto se quiere reconocer, basta con soltarle al auditorio chorros continuados de verborrea pseudopolítica y seguir con el negocio.
Para maquillar tal situación de decadencia y la entrega total a las consignas globales, esos Estados de nombre, afectados por el auge tomado por la apariencia y, en los último tiempos, asentado ya como evidencia económica el neoliberalismo, muestran un claro empeño en continuar hacia adelante con nuevas fórmulas, como las ocurrencias que casi a diario sus políticos en nómina venden ahora a la gente para aliviar el mal de fondo. Es por ese motivo por el que ha incorporado a su filas a los herederos de los viejos contestatarios radicales, hoy solo preocupados por vivir a lo grande, barriendo para su patrimonio personal, empeñados en proclamar que defienden lo que ellos llaman el interés general, dedicando a tal fin palabrería a raudales, para continuar disfrutando de la paga estatal.
La que fue ideología anticapitalista ha sido encarrilada en la vía marcada por el capitalismo de izquierda, respondiendo a los intereses del mercado global, con lo que la política progresista responde al proyecto del gran mercado, ofertado bajo la fórmula de las agendas del llamado desarrollo sostenible, una fuente inagotable de negocio para las empresas situadas en la órbita del gran capital. Mientras, la realidad camina por otro lado, y a efectos personales los grandes proyectos institucionales de naturaleza global se quedan en el empeño, porque no llegan a los destinatarios finales; por contra, lo que resulta más realista y rentable se lo apropian las multinacionales.
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