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Opinión
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​Burocracia prepotente

Las leyes instrumentan vías formales de reclamación para que el ciudadano se sienta protegido
Antonio Lorca Siero
miércoles, 28 de diciembre de 2022, 11:34 h (CET)

Que se hable de prepotencia en el caso de una burocracia estatal, en algunos casos, puede estar justificado, porque quien dispone de poder bajo condición está dispuesto a utilizarlo a la medida de sus conveniencias. Sin embargo, ya no parece estarlo tanto que la burocracia empresarial se comporte como la pública, dando continuas muestras de prepotencia. Podría pensarse que, si esto es así, algo no previsto sucede. Probablemente, se trata de que también dispone de poder ante la ciudadanía, y esta lo reconoce, ya sea porque se lo han otorgado los mandatarios de turno o resulte que los usuarios de sus servicios se han entregado a la sumisión generalizada. Ambas hipótesis pueden servir, dado que una y otra tienen su componente de realidad. En el primer supuesto, si resulta que vivimos en un mundo entregado a las determinaciones del capitalismo, y las empresas en general son sus más fieles operadores, tienen que ser las que mandan y a las que se debe obediencia pública y privada. En el segundo, si partimos de unas masas entregadas al mercado, resulta que se han hecho dependientes de la voluntad empresarial, por lo que no queda otra opción que acatar sus determinaciones.


Al no parecer racional que quien alimenta a la burocracia privada, es decir, el consumidor, haya pasado a ser vasallo de la misma, la burocracia pública tercia en el asunto y habla de derechos —debería decirse papel mojado— frente a esa otra burocracia. Simplemente se trata de hablar por hablar, para alinearse con el progreso de cuento y con unas disposiciones que no pasan de ser maquillaje jurídico, porque quien manda es porque tiene poder para ello y seguirá mandando, incluso con derechos y leyes en favor de los subordinados comerciales. Se elaboran disposiciones a diario, mirando al consumidor, pero realmente con el propósito de robustecer la burocracia pública en su posición, crear empleos vitalicios y cargos —en consecuencia, más poderes para la burocracia publica, que crece y engorda el gran Leviatán a cuenta de los incautos paganos—, para tratar de poner orden en los naturales desmanes mercantiles de la burocracia privada, pero no para que no te metan gato por liebre, sino para que lo hagan con cautela. Sin embargo, ignoran que las empresas capitalistas y los autónomos agremiados dedicados a los mismos fines no tienen por misión en sus respectivas actividades hacer obras de caridad, de lo que se trata es de ganar dinero. Claro está, que tal evidencia hay que camuflarla utilizando dosis de apariencia hablando de deontología profesional e incluso de buen hacer empresarial —un ejercicio de retórica para disimular en lo posible el negocio crematístico—, porque las normas reguladoras al respecto se quedan cortas o no existen, y para eso están, tanto la publicidad comercial como la propaganda institucional.


Las leyes instrumentan vías formales de reclamación para que el ciudadano se sienta protegido, pero esto es así solo cuando sus productores han llegado a la estudiada decisión de tomar cartas en el asunto. No puede decirse que la supuesta protección sea inútil, porque en ocasiones prospera —al menos, si afecta a un grupo al que hay que favorecer o para equilibrar las estadísticas del organismo— , pero su destino mayoritario es la papelera, ya sea física o virtual. Si los abusos comerciales, debido a la inexistente protección en la práctica del consumidor o usuario, trascienden a los medios, la política de actuación cambia y, en estos casos infrecuentes, hay que rebajar la prepotencia natural de la burocracia privada, recoger velas y esperar que su compañera pública no se sienta irritada, porque le han hecho trabajar —lo que entiende como intolerable—, y con cierta dosis de tacto les remita una sanción discreta. Estos supuestos de protección real, de la que solamente se benefician determinados colectivos, son la excepción, y casi nunca amparan al ciudadano común afectado.


Tales excepciones, diseñadas para vivificar el ambiente de derechos y libertades que animan la democracia de mercado, sirven a efectos propagandísticos del bien hacer público, a la par que para realizar una recaudación extra. No obstante, dejando siempre a flote el valor de la legislación diseñada al efecto y de los espacios burocráticos destinados a cumplir el papel de receptores de las lamentaciones de los maltratados ciudadanos. Al fondo quedan, una vez más las estadísticas que permiten justificar su propia existencia como órgano burocrático y la reflexión forzosa sobre lo que se ha hecho mal, sin perjuicio de que se adopten invocaciones legales.


Como lo habitual en la labor fiscalizadora de la administración pública en temas de mercado, tal como se dice, es que, en un elevado porcentaje de denuncias, reclamaciones o quejas, no se preste la menor atención al ciudadano o se dediquen a jugar con él, entregándole a las exigencias del papeleo, hasta que acaba por desistir, la burocracia privada, sintiéndose respaldada en sus actuaciones, continúa ejerciendo la prepotencia en el tema de las reclamaciones de sus clientes, usuarios o consumidores. Hoy, debido al auge alcanzado por internet, lo normal es el silencio ante el reclamante y, de forma excepcional, si se le contesta, basta con invocar las normas de la empresa para escurrir el bulto. Normas de andar por casa, diseñadas al estilo de leyes paralelas a las de la oficialidad, contando con su tolerancia de hecho, en las que lógicamente se imponen los intereses de la empresa, puesto que su objetivo comercial es obtener beneficios. No obstante, ese tiempo perdido por parte del que alza su voz contra los abusos de mercado tiene algún efecto práctico, ya que en la trastienda quedan las otras resoluciones que tomará el empresario para defender los intereses del negocio y caminar con mayores prevenciones en lo sucesivo. Es aquí donde la prepotencia se arruga y silenciosamente prosperan las cuitas del afectado consumidor —aunque no llegue a enterarse— que ha finalizado su peregrinar por las sendas del papeleo en las distintas burocracias. El resultado puede ser, si la empresa es dirigida por personal inteligente, que para conciliar con el producto mercantil que oferta a los consumidores adopte medidas frente a la prepotencia burocrática y se desvíe al terreno de las soluciones efectivas para paliar el mal hacer.


Tales reflexiones comerciales no salen a la luz, se adorna la prepotencia con una etiqueta publicitaria para dar coba al consumidor. Con lo que lo sustancial permanece intacto —salvo que llegue a afectar al beneficio empresarial— y , en el terreno de la praxis, continúa en vigor; lo que viene a dejar claro que es obligación de consumidores y usuarios colaborar con el negocio mercantil y dejar que las empresas operen en defensa de sus intereses, porque para eso se les ha otorgado el título de consumistas. Teniendo en cuenta esta circunstancia, no es anormal, en ciertos casos—por citar algo de lo mucho que hay—, que exijan convertirse en cliente vitalicio de una empresa —también llamada permanencia—, porque es una nuestra de fidelidad a la que no se puede renunciar, y se pongan todo tipo de trabas para que nadie se salga de la red de pesca. También, la obligada exigencia de pedir cita telefónica o sacar número para cualquier nimiedad que conlleve hacer acto de presencia en cualquier oficina empresarial abierta al público —imitando así a la otra burocracia—, ya que, de no cumplir con la norma, no te atienden. Usar el teléfono para aclarar algo que le interese al usuario, misión imposible o someterse a una espera interminable para obtener poca cosa o nada. Lo de los cobros abusivos, derivados a menudo del coste de la vida, apunta en la dirección de los juzgados, con los consabidos costes, porque el mundo del dinero solo entiende de los suyo. Y, si hablamos del gremio de los profesionales, simplemente van por libre, puesto que nadie fiscaliza de manera efectiva sus actuaciones, y al usuario de sus servicios se le tiene, más que por cliente, por siervo, y no hay reclamación o queja que valga.


Al final, de todo este embrollo de la protección al consumidor, oficialmente solo queda claro que el sumiso ciudadano que habita en las sociedades ricas —lo de la riqueza debe ser entendido en el terreno figurativo—, según la propaganda y la publicidad, goza de mejores condiciones sociales a nivel general que los otros. Pura teoría que no soporta el peso de la realidad. Mas ahí sigue en vigor la gran falacia, porque, si con la burocracia pública, en este tema, casi todo se reduce a perder el tiempo, con la burocracia privada se trata de enfrentarse a un muro, en lo que a ella no interesa resolver —en cuanto a lo que le interesa, obra la política de la amabilidad, que consiste en someter al usuario a acoso permanente—. Nada que permita acreditar esas supuestas mejoras de las condiciones sociales, ya que están afectadas por la burocratización de la existencia. A los empleados de la burocracia privada habría que invitarles a reflexionar por un momento sobre quién les da de comer en último término, y descubrirían que son precisamente los usuarios de su empresa.


Sin embargo, volvemos al inicio, burocratizada la existencia en su totalidad, lo de andar al margen de sus exigencias ha perdido todo el sentido, porque no hay alternativa a la burocracia, y por ende a su prepotencia, no solo porque el empresariado dispone del poder real, sino porque así lo reconoce la otra burocracia y el público en general. Con lo que, para el ciudadano común, huelgan todos esos parches legales instrumentados para defender los intereses del mercado, que exclusivamente han sido creados para que la burocracia pública se desborde en poder y dar un toque de maquillaje a la actividad de los mercaderes.

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