Parece como si lo que ha ocurrido hace pocos días en la Facultad de Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid fuera un hecho insólito, pero no lo es; antes bien, se trata de algo que, de tan viejo, huele como a tocino del rancio.
Isabel Díaz Ayuso “sufrió” eso que se ha dado en llamar un “escrache”. Y he puesto las comillas en “sufrió” porque creo que ese sufrimiento, de haberlo habido, fue muy mitigado ante la certeza de que los que estaban exponiendo sus piltrafosas vergüenzas, nimbadas de ignorancia y otras cosas peores, eran, precisamente, aquellos que la insultaban y atacaban. Aquí, como en otras muchas ocasiones, puede aplicarse lo de “no ofende quien quiere, sino quien puede”.
Pero, como he escrito al principio, ese empleo ad libitum del insulto y la intolerancia se ha dado desde siempre en “la Complu” e imagino que en otras universidades españolas. Yo pasé por ella como por un martillo de herejes en mis años mozos y apenas me quedan un par de recuerdos gratos.
Ese ambiente casposo y pseudo reivindicativo que padecimos muchos a finales de los setenta, se ha conservado casi intacto a lo largo de cuatro décadas. En aquellos primeros años de la democracia, el ambiente universitario se hallaba muy enrarecido. Recuerdo que con motivo de la entonces conocida como “ley de autonomía universitaria”, debatida y promulgada en plena Transición, las fuerzas de izquierda radical, ya plenamente activas por entonces, organizaban huelgas, jornadas de lucha (ergo: violencia callejera) y asambleas de todo tipo. En estas últimas cada cual, en teoría, podía exponer sus puntos de vista; se trataba de argumentar y no de imponer, según decían. Pero en la práctica, eran reuniones acaparadas por comunistas y radicales marxistas con cualesquiera siglas, que no toleraban la crítica ni la objeción. Utilizaban a su antojo, con la aquiescencia del decano (edificio A, de la Facultad de Filología) el Paraninfo. Y allí decidían cuándo iniciar la huelga, así como su duración y otras asuntos.
Un grupo de alumnos de mi clase optó por oponerse. Se iba a decretar una huelga de dos meses en pleno segundo trimestre y consideramos que ello podía poner en peligro el curso entero. Se decidió que fuera yo quien hablara, y así lo hice. Expuse las razones de nuestra objeción ante los que sólo manejaban consignas y mantras. Por supuesto me abuchearon y no me dejaron hablar. Al poco tiempo me vi adornado con el apodo de “el nazi” y no mucho tiempo después un energúmeno me atacó, en uno de los pasillos del vetusto edificio, con un palo de beisbol. La inmediata reacción de algunos compañeros impidió que me abriera la cabeza.
Han pasado muchos lustros de aquello, pero las imágenes del acto de entrega de diplomas a alumnos predilectos de la Facultad de Ciencias de la Información, me ha retrotraído a aquellas otras, lejanas pero aún vívidas, de mi nada añorada facultad de finales de los setenta. Poco nuevo bajo el sol.
La astracanada fue un subgénero del teatro cómico, puesto en boga por don Pedro Muñoz Seca. Hoy se practica poco o nada sobre las tablas, si bien a su rescate han acudido los políticos… y algunos “politizados”. En la astracanada solían mezclarse el ripio, el malentendido propio del vodevil y la chabacanería en las dosis justas, de manera que el cóctel produjera la ansiada risa en el espectador… Se me antoja que la razón de que haya caído en desuso en el teatro se debe a que ya no hace falta: ese otro “gran teatro del mundo” que se nos presenta cada vez que encendemos la televisión, nos reserva astracanadas sublimes. Y a diario. Y sin comprar una entrada. Como la de aquella pobre chica berreante, cuyo postrer minuto de gloria lo obtuvo al gritar, ante una divertida Isabel Díaz Ayuso y el resto del público presente: “Ayuso, pepera, los ilustres están fuera”.
Y como puede comprobarse, esta frase encerraba todos los recursos de la astracanada: Chabacanería, ripio y vodevil (un juego de puertas que trata de confundir al espectador: si los ilustres eran los vociferantes “demócratas” que trataban de reventar el acto ante portas, llamándola “asesina” y gritando “fuera fascistas de la universidad” ¿Quiénes serían los de dentro?).
En fin, todo muy edificante si no fuera por el detalle de que la galardonada contestataria acaba de ser distinguida como alumna ejemplar, predilecta o algo así (“asín”, diría ella). Se ha asegurado un lugar en el parnasillo de todos aquellos ilustres que “están en el candelabro”… que no son pocos.
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