Calle de la Paz. Se adivina una jornada agradable en la ciudad de València. Pasan unos minutos de las diez de la mañana del día de Sant Blai, Elvira Navarro acude a nuestra cita en el hall del Hotel Vincci Lys. Pelo largo sobre los hombros, suéter rosa, falda morada, sonrisa amable. La tarde anterior había tenido lugar la presentación de su nueva novela, ‘Las voces de Adriana’ (Random House), en la librería Ramón Llull con buen éxito de público.
En su nueva entrega, la protagonista se interroga acerca de cómo se reordena el mundo tras la muerte de su madre, un duelo que se acentúa con el cuidado de su padre, convaleciente de un reciente ictus. Adriana se ha convertido en una espectadora de la vida y en una tímida consumidora de app de citas, que solo consigue incrementar su estancamiento. Los fantasmas del pasado acechan, irrumpen en su existencia a través de las voces de su madre y de su abuela y del recuerdo de la casa de pueblo − estancias, sonidos, vacíos, olores− en la que vivió buena parte de su infancia y juventud.
Mientras esperábamos que nos sirvieran dos cafés con leche, el piloto rojo de la grabadora terminó de desperezarse, comenzó a brillar y a registrar nuestras palabras.
Elvira, contaba Vargas Llosa en una entrevista reciente que, en una ocasión, caminaba por París con Julio Cortázar. Durante la conversación, el escritor argentino le dijo: «Esta tarde tengo que escribir ‘Rayuela’ y no sé qué va a pasar». ¿Te sucede a ti algo parecido? Me ocurre lo mismo, sí. Nunca tengo claro hacia donde voy, sobre todo cuando el libro está en ciernes y también cuando lo llevo medianamente desarrollado. Además, soy bastante caótica, porque no escribo la novela unitariamente sino que estoy trabajando sobre un tema y de ahí surgen varias ramificaciones. Una vez que tengo la sensación de que ya ha escrito todo lo que quería escribir, hago un trabajo de montaje. Pero en ese momento el libro es algo informe todavía. ‘Las voces de Adriana’, por ejemplo, llegó a tener trescientas páginas y le quité la mitad porque quedaba un Frankenstein. Así que, cuando ya tuve clara la línea de la narración, lo desmonté y lo volví a montar.
Sé que a ti eso de los géneros no te importa mucho. ‘Las voces de Adriana’ es una novela en la que has incluido prosa, poemas, diálogos, relatos cortos... ¿En una novela cabe de todo? Pues en esta novela desde luego que sí. Han cabido relatos y algo parecido a poemas, pero quizá en todas las novelas no suceda igual. Si lo pensamos genéricamente, la novela es un género que se presta a contener en su interior múltiples formas o diversos estilos, pero siempre pensando que lo que incluyas ha de funcionar dentro del libro.
¿La escritura de ‘Las voces de Adriana’ viene provocada por el fallecimiento de tu madre? Si mi madre no hubiera fallecido, seguramente el libro no se habría escrito… Sí, surge de su fallecimiento. Cuando ella murió me puse a escribir sobre duelos, sin tener ninguna pretensión de construir un libro, pero sí con la sensación de que necesitaba tratar este tema. Sin embargo, ocurre que yo no puedo escribir de manera inmediata sobre lo que me pasa. Necesito que transcurra un tiempo para sedimentar esa vivencia y tener la capacidad de inventar algo a partir de ella. Digo inventar, porque aunque en ‘Las voces de Adriana’ hay componentes autobiográficos, también hay un gran componente de ficción. En este sentido, fue muy importante para mí la película ‘Cría cuervos’, de Carlos Saura, protagonizada por una madre, interpretada por Geraldine Chaplin, y una hija, que es Ana Torrent. En realidad, la madre está muerta, pero la niña la ve y habla con ella. En un momento determinado, vemos a la hija ya de mayor, ahora interpretada por Geraldine, y ahí detecté que la película hablaba de una fusión entre la madre y la hija, el fruto de un fruto. De repente, me sentí movida a escribir la tercera parte, la de las voces. Y lo hice casi del tirón, en dos sentadas. Ese fragmento se mantuvo ahí, solo, durante bastante tiempo, sin saber muy bien qué quería hacer con él. Es un texto que contiene mucha intensidad emocional y al que no se puede acceder de manera directa. Además, a mí tampoco me gusta alargar la historia de manera innecesaria, así que seguí escribiendo las otras partes de la novela, hasta que me di cuenta de que existía un hilo conductor y que podría efectuar un tránsito para conectarlas con ese texto solitario.
De alguna manera, ¿escribir ‘Las voces de Adriana’ ha sido una forma de cerrar el duelo para ti? Es una forma de hacerlo, quizá también lo es de despedida y asunción de las memorias… No sé si ha significado cerrar el duelo… Pero desde luego sí que ha supuesto asumir la pérdida.
Carlos Zanón, en su crítica de la novela en el ‘Babelia’ del pasado sábado, consideraba que ‘Las voces de Adriana’ era una “pieza musical en tres partes”. ¿Te parece adecuada esta comparación? Bueno, en la medida en que tiene tres tonos, y que también en música hablamos de tonos, pues sí podría resultar acertado considerarla como tres piezas musicales.
¿A qué obedece esa estructura de tres partes? Son tres momentos muy diferentes. Hay dos duelos y un semiduelo, la enfermedad del padre, que en el fondo no es más que el miedo a sufrir otro duelo. Por otro lado, no podemos olvidar el duelo de la casa donde Adriana fue dejada al cuidado de su abuela a los seis meses de haber nacido. Siempre digo que la casa sustituyó al cuerpo de la madre, es decir, de alguna manera ofició, junto con la abuela, de abrigo materno. Cuando, por el fallecimiento de sus habitantes, la casa se queda vacía, ella misma también está sentenciada ya que no hay vida en su interior, ha perdido sentido, es una ruina y entonces se produce ese duelo por el espacio al que aludía.
¿Por eso has cambiado la voz narrativa: has pasado de la tercera a la primera, aunque esa tercera voz es muy especial, muy personal? Sí, por eso al final cambié. Necesitaba hacerlo, pero a la vez había que mantener una coherencia estilística dentro del relato. Esa tercera parte es muy personal, porque tiene mucha densidad emocional y porque la primera persona siempre es muchísimo más cercana. Son tres personas que están monologando, contando lo más importante de sus vidas y por eso producen una sensación de profundidad.
¿Escribir esa última parte ha sido tu forma de darle una oportunidad a las voces para expresarse por sí mismas, para contar su versión? Sí y no. No es el punto de vista de la madre y de la abuela, que continuamente están revelándose cosas. En realidad, es lo que para Adriana significa la memoria de ambas, pero cuando ella mete estas pequeñas cuñas sabe que esa memoria no es exactamente ni la de su madre ni la de su abuela. Les da voz y tiene la sensación de convivir con esas voces, que son sus fantasmas internos, que se proyectan hacia fuera. Pero no se puede afirmar que sean las voces de la madre y de la abuela de verdad y tampoco podemos decir que Adriana mienta, porque la sustancia de la memoria quizá no responde a conceptos como verdad o mentira.
La escritura de la segunda parte, La Casa, cambia mucho. Se vuelve más luminosa, más vital, son otras imágenes. ¿A qué crees tú que puede obedecer esa transformación? Creo que es una escritura de evocación… Se trataba de describir un espacio y un espacio es pura sensorialidad. En consecuencia, no hay manera de no acudir a olores y sensaciones visuales y quizá eso sea lo que produzca ese cambio. Cada momento requiere una escritura propia. Por tanto, no puedo seguir con el mismo registro, porque hemos pasado del protagonismo del padre en la parte primera, al del espacio de la casa en la parte segunda.
Adriana, que cuida a su padre tras el ictus, se interroga si tiene derecho a prohibirle que fume y recetarle ciertas privaciones para que su tiempo de vida se prolongue. En las familias, cuando llega el momento de este tipo de situaciones, ¿invertimos los papeles? Creo que sí. Esta inversión de roles viene dada por la situación. En el momento en que tú te pones a cuidar a una persona, los roles se invierten y siempre surge el conflicto, porque, digamos, que de los padres a los hijos la autoridad está clara y, sin embargo, de los hijos a los padres no lo está tanto.
Bueno, los padres sí tienen claro dónde está la autoridad [risas]. De ahí lo difícil de la situación. [Risas] Es verdad, ellos sí lo tienen claro, pero entonces aparece una serie de conflictos al imponerles cosas a las personas que son cuidadas. En el caso de la novela, es el padre quien ha sufrido un ictus y no tiene que fumar, pero él hace lo que quiere y fuma. Para mí ahí está la tensión que se origina entre la idea que tienen las personas de cómo quieren ser cuidadas y la tuya de cómo hacerlo, que no tienen por qué coincidir. Para ellas seguir viviendo bien sería continuar haciéndolo como hasta entonces, independientemente de lo que les pueda pasar. Y eso hay que respetarlo, pero, claro, en ocasiones eso no sucede.
Otras voces suenan también en la novela, las de las redes sociales y las apps para ligar. ¿Qué espera el padre de Adriana de esa web de ligue: autoafirmarse como hombre o ahuyentar la soledad de su viudez? Creo que hay mucho de ahuyentar soledades, más que de autoafirmación. Yo solo estuve durante veinticuatro horas en una web de esas y la sensación que tienes no es de autoafirmación, sino de catálogo. Un catálogo en el que te sientes expuesta a la vista de los demás. Me resultó algo muy frío y no me gustó nada. En el caso del padre de Adriana, se trata de una manera de paliar su soledad y de retomar su juventud. Ya no tiene el cuerpo joven, pero el espíritu que le alienta es ese. Él es un personaje muy vitalista que va a aprovechar todo lo que tiene a mano, incluidos esos sitios, para encontrar una novia y divertirse.
Esa actitud de su padre, lleva a Adriana a pensar que su comportamiento contrasta con la idea de «casi cuarenta años de marido fiel» que tiene de él y que, tal vez, esa «versión oficial» no fuera completamente cierta. No tenía yo la intención de que hubiera una segunda lectura de esa frase. La escribí de una manera bastante literal, como de una persona que ha vivido de una determinada manera en su matrimonio y, cuando sale de él, retoma lo que había sido antes mientras era soltero. Sería como una vuelta al pasado. Cuando estamos muchos años con una misma persona somos casi como ella y con su desaparición a lo mejor vuelves a ser lo que eras antes, o eso creo yo. No lo sé. La cabra tira al monte [risas].
La abuela de Adriana llevó siempre encima una fotografía de sus hermanos, muertos durante la Guerra Civil. ¿Los muertos prolongan sus vidas entre nosotros a través de esas fotografías? Desde el momento de su muerte prolongan su vida a partir de sus imágenes, que provocan una recreación, en la que hay mucho de creación. Por ejemplo, las fotos antiguas de familiares que tú no conociste ni de pequeño y que existen en todas las familias, crean en nosotros ficciones vividas que son como algo muy real, porque nos han hablado mucho de ellos. También hay que tener claro que la memoria de toda persona posee un componente de ficción, que se manifiesta cuando nos referimos a personas muertas, porque ellas no están presentes y, en consecuencia, no pueden atestiguar si nuestras palabras son ciertas o no. Es la memoria de la memoria, una amalgama de ficciones, que no lo son por mentir, pero sí porque corresponden a unos hechos que no son exactos como nosotros los contamos. Es una verdad emocional, vehiculada y transmitida a través de esas historias.
Esta mujer era muy religiosa. ¿Cuántos rosarios de los buenos, de los completos, con su letanía y glorias, ha rezado Elvira Navarro en su vida? Rosarios, muchísimos. Tengo una familia materna y una parte de la paterna que son bastante religiosas, desde monjas de clausura hasta mi abuela, que iba a misa y que todas las tardes lo rezaba.
¿Las casas siguen oliendo a las personas fallecidas que las habitaron? Creo que sí, hasta que ese olor se va. Depende también de las casas. Lasque son de tipo pueblo, como la que describo en la novela, son muy grandes, con muchas habitaciones, algunas de ellas sin ventanas, con recovecos, alacenas, la cámara, el patio, el corral, la bodega… Son casas que habitaron nuestros abuelos, e incluso varias generaciones de sus antepasados, y que conservan las paredes impregnadas de su olor. En la novela describo una estancia donde se hacía el queso y que, veinte años después, continúa oliendo a queso. De un piso, y menos en los de nuestra generación, no habría podido escribir eso, porque el vínculo que establecemos con él no tiene esa entidad. Los pisos actuales son lugares de paso y los frecuentes trasiegos de sus moradores hacen que pierdan ese peso, esa densidad de las casas de pueblo. Son volátiles, como también lo son nuestras propias vidas.
La Parca visita las casas, las vacía, las priva de sus habitantes. Como dice su título, esta es una novela de voces, pero también del silencio de los recuerdos de una casa familiar vacía. ¿La seña de identidad de la muerte es el silencio que deja a su paso? Cuando la muerte llega a una casa deja el silencio, la falta de vida, los objetos que se quedan allí sin ser utilizados durante meses y años, el vacío de los armarios, si la ropa del difunto se tira… Sí, sin duda que el silencio es su seña de identidad.
Hablas en la novela sobre los diarios personales y explicas que Julio Ramón Ribeyro decía que los diarios se escriben mientras existe un problema, pero que, cuando se soluciona, se abandona su escritura. ¿El diario tiene algo de confesionario de papel y tinta? Creo que sí. Supongo que cada uno tiene un motivo para llevar un diario. Hay quien necesita anotar cosas que le suceden, como si quisiera dar fe de ellas. Algunos, como los de Susan Sontag, son listas, funcionan como un libro de anotaciones. Pero en general, son muy confesionales, muy obsesivos, y creo que sí que responden a la existencia de un problema y que desaparecen cuando el problema se esfuma. Soy mala lectora de diarios, porque detesto ver la ropa sucia y los diarios son normalmente muy sucios… Me parece que tienen mucho de desahogo y el desahogo te deja una sensación muy asquerosa, de mucha bajeza moral.
Acabamos con una pregunta casi obligada: ¿dónde estás tú en ‘Las voces de Adriana’? Yo estoy… Podría estar repartida en toda la novela, porque creo que, cuando un personaje sale de tu interior y eres capaz de escribir sobre él, sin duda es porque está dentro de ti.
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