Hace ya algún tiempo tuve ocasión de asistir a una boda, la primera en muchos años. Quienes me conocen saben bien que no soy precisamente forofo irredento de tales eventos sociales. Siempre me parecieron un tanto decadentes, dicho sea sin ánimo de ofender a nadie (y con la esperanza de no estar jodiendo el artículo ya en su primer párrafo). El protocolo no escrito del corte de la corbata en trocitos que luego se venden a los comensales, lo del champán en el zapato de la novia, y, cómo no, la incombustible conga, que resiste al paso del tiempo con una entereza envidiable. Compruebo ilusionado que, salvo la serpiente humana sorteando mesas, lo demás ha pasado a mejor vida: motivo de satisfacción indisimulada, lo confieso.
Se casaba Roberto, uno de esos tipos que se cruzan en tu vida por puro azar, de esos quienes a fuerza de roce se acaban convirtiendo en «amigos para siempre», como dice la canción. A Roberto y a mí nos unió una extraña celestina: la militancia por los derechos de los animales. Fueron años de una intensidad extraordinaria, incapaces nosotros de establecer diferencias entre emociones puras como la amistad y el activismo, pues lo uno llevaba irremediablemente a lo otro. Pero tampoco procede ahora ponerse melancólico. Se trata de una etapa conclusa, que sin embargo dejó en nosotros posos muy sólidos. Conservo mil recuerdos de aquella época, de un tiempo en el que éramos jóvenes e indocumentados ―admito que él en lo primero siempre me ganó por goleada, y el paso del tiempo no ha cambiado un ápice la situación―, de cuando perpetrábamos delitos imagino ya prescritos, convencidos en lo más íntimo que en determinadas circunstancias lo éticamente decente es burlar la ley, romper candados y asaltar propiedades privadas con el loable objetivo de salvar inocentes.
El día de nupcias pasaron por mi mente multitud de imágenes y anécdotas; también todos los perros y gatos que, ausentes en lo físico, forman ya parte de nuestras biografías por derecho propio.
La boda de Roberto y Yolanda fue un chute de optimismo. Lo afirmo yo, que soy más bien descreído con esto de las emociones y me abono más al fatalismo en lo que atañe a un tema tan particular como la esperanza en el ser humano.
Por algún extraño motivo, al final de la larga y festiva jornada tenía la sensación de que tal vez haya, a pesar de todo, una posibilidad. Allí había parejas que llevan toda la vida juntas y a las que el afecto diario les ha acabado vacunando contra cualquier tipo de vicisitudes. Una abuela octogenaria aguantando estoica y encantada hasta el cierre de la discoteca. Viejos conocidos a los que apenas veo y con los que sin embargo soy capaz de restablecer conversaciones en el punto exacto en que las dejamos la última vez, quizá años atrás. La audiencia en pleno emocionada con el bellísimo discurso que ofreció una amiga de la pareja durante la ceremonia. Gente de varias generaciones disfrutando con la proyección de imágenes que precedió a la comida, incluyendo a una joven ahogadita en lágrimas al aparecer en pantalla la fotografía de Saly, la perrilla a la que tanto quisimos y que tanto nos amó. La pareja de recién casados posando para la posteridad en su inseparable moto de quinientos mientras sonaba a todo volumen la canción del viejo Pablo, un detallazo del chico, para que luego nos vengan con la monserga esa de la supuesta insensibilidad masculina, leyenda urbana donde las haya. Y como colofón, una soberbia lección práctica de txalaparta a los postres, dirigida a locales y foráneos, gente venida de medio país. Una lista de detalles emocionales que, lo confieso, hicieron mella en mí.
Sin embargo, y a pesar de todo, tal vez lo que más me impactó fue el infinito cariño mutuo que ambos cónyuges se profesaban. Nunca he visto a nadie quererse tanto. Esas cosas no se pueden disimular, supongo. Si acaso existiera algo así como una cantidad de cariño determinada para repartir entre los habitantes humanos del planeta, tengan por seguro que aquel sábado el resto del mundo fue un poquito más infeliz. Y como uno tiene la manía esta de pensar, me dio por elucubrar, para concluir que, a fin de cuentas, tal vez nuestras vidas se rijan en mayor medida de lo que creemos por la arrolladora fuerza del amor.
Es más que posible que esta gran bola azul no sea el mejor sitio para echar raíces, como posible es también que la amistad, el afecto, el amor, en definitiva, constituyan poderosos antídotos contra toda la miseria moral que asola el mundo. Curiosa especie la humana, capaz de matar por un poco más de dinero y de amar sin él.
Voy concluyendo. Tengo algo en la garganta y necesito ir al baño. Tal vez esté bajo de defensas, o sencillamente sean cosas de la edad, que no perdona.
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