Al cabo de los años, los momentos difíciles se van difuminando en el recuerdo. Pero aun tengo grabada en mi mente cómo los estudiantes de mi generación asistíamos, una vez pasada la Semana Santa, a un periodo de terror ante los exámenes finales que se cernían sobre nuestras cabezas. El mes de mayo, tan celebrado por los poetas, traía consigo los momentos dramáticos en los que poníamos en juego el trabajo docente de todo un año. Así un curso tras otro a lo largo de más de quince años. Ahora los pertenecientes al “segmento de plata” sufrimos otra especie de exámenes. En este caso se trata de las revisiones periódicas y rutinarias a las que nos someten los médicos. A principio de otoño nos ponen más vacunas que a un recién nacido. Posteriormente, por lo menos en mi caso, me someten a una revisión de “chapa y pintura”, que se inicia con un diagnóstico basado en una analítica completa. Una ITV de nuestro cuerpo. En ese momento se inicia el terror. Como si se tratara de un boletín de calificaciones, vamos mirando los puntos claves y las desviaciones que tenemos sobre determinados parámetros. Que si la glucosa, que si el colesterol, que si los hematíes… Una serie de “asignaturas” que nos indican una serie de puntitos negros que te transmiten la idea de que “necesitas mejorar”. El galeno de turno te tranquiliza y le quita hierro al asunto. “Estas muy bien para tu edad”, Bebe mucho agua y “tómate este cerro de medicamentos”. Termina con una promesa tranquilizante: “te veré dentro de seis meses”. A nuestra edad un semestre de posible salud es mucho. Se sale de la consulta agradecido. “Parece ser que voy a pasar de curso”, se transmite uno a sí mismo. Una especie de libertad hasta el mes de octubre. ¡Caramba! Sin darnos cuenta hemos vuelto a pasar a los exámenes y las calificaciones. Señal de que estamos vivos. Que seguimos recibiendo el aprobado por los pelos que nos permite pasar de curso. Gracias a Dios y a los sanitarios. Que son sus ojos y sus manos.
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