Desde que el 5 de marzo se celebrara por segunda vez el debate de investidura que, como era previsible, acabó con las esperanzas de un Pedro Sánchez que se veía como presidente, los partidos, especialmente el Partido Popular, han empezado sus respectivas campañas. Y en ello están.
Y tal es el escenario en el que el actual presidente ha lanzado al aire la propuesta, no me queda muy claro si es ya promesa, de que no pueda obtenerse un título de grado sin la correspondiente certificación de B2 en inglés, lo que supone elevar considerablemente el nivel educativo en un idioma extranjero de los alumnos españoles, concretamente, el de los universitarios.
La propuesta, que a priori parece no sólo acertada sino magnífica, esconde en realidad la misma cara de la moneda de Bastiat: cuando el Estado trata de mejorar algo, lo empeora. Invariablemente. Irremediablemente.
Que los alumnos españoles obtengan un título de B2 es una grata noticia para quienes nos dedicamos a la enseñanza de idiomas. No sólo habrá individuos más capacitados, sino que el mercado se inundará de nuevos clientes. No puede haber un contexto mejor para prosperar.
Sin embargo, pese a las buenas intenciones, que nadie niega, de nuestros políticos, la experiencia demuestra que vamos de cabeza a un abismo: en más de una ocasión he tenido por alumnos a universitarios desesperados porque nunca obtuvieron una titulación específica de inglés que, empero, era y es un requisito fundamental para la obtención de un título universitario.
La situación ha sido más o menos siempre como sigue: profesor, abogado, arquitecto, músico o ingeniero con unas notas entre aceptables y brillantes con nula capacidad para los idiomas ve cómo se escapa un futuro prometedor como consecuencia de la no obtención de un diploma. Que se esfuerce, dirá alguno. El inglés es necesario, dirá otro. Y yo respondo que se equivocan.
Jamás en la historia del ser humano el nivel de conocimiento de una lengua ha sido sinónimo de profesionalidad. Dicho de otra manera, un músico no sabrá más música por saber inglés. Lo mismo ocurre con el médico, el abogado, el ingeniero, el matemático… Los conocimientos demostrables en una lengua extranjera no son más que un plus. En última instancia es un añadido que beneficiará a la empresa que opere allende nuestras fronteras o que cuenta o aspira a contar con una cartera de clientes foráneos.
Sin embargo, impedir que alguien obtenga un título universitario en virtud de la falta de conocimientos no relacionados directamente con su profesión, sí supondrá, por un lado, privar a las empresas de buenos profesionales en los respectivos sectores; por otro, acabar con buena parte de la competencia y, por ende, sólo se conseguirá aumentar los costes de producción a la vez que se condena a mucha gente a no poder mejorar su situación de la manera en la que pensaban.
Está claro que las empresas preferirán a los empleados que hablen varios idiomas, y los recompensarán con empleo y mayores sueldos, mientras que los demás irán, irremediablemente, al cajón de los menos formados. Pero mantengo que no por ello serán malos profesionales. Es más, puede que un magnífico ingeniero prefiera contratar los servicios de un intérprete si el coste del mismo es menor que el de su formación, lo que daría más trabajo a cada vez más trabajadores al tiempo que, al permitir la entrada de mano de obra cualificada, se reducirían los costes aún más.
Otra opción es que aquellos profesionales con un dominio fluido de inglés puedan buscar oportunidades fuera, dejando el mercado interior a aquellos que no consigan los mismos niveles en lenguas extranjeras. Pero esto, seguramente, hará que muchos se lleven las manos a la cabeza.
Sea como fuere, lo que parece ser una medida educativa fruto de las más altas y nobles aspiraciones, se convierte en otra más de las múltiples medidas proteccionistas que puede adoptar un gobierno. Pero claro, no nos suena mal si se viste de medida educativa. Proteger a quienes más saben frente a los que no, creando así un nuevo monopolio.
Aunque, por otro lado, también puede darse el caso de que quienes menos idiomas sepan logren engañar al sistema: qué es un examen, a fin de cuentas, sino un mero trámite burocrático. En ese caso la situación es aún más grave, ya que se iguala a los más capacitados con los menos, a la baja. Siempre a la baja. Porque cuando se trata de igualdad, nunca apunta uno a lo más alto.
Y ante esto yo digo: si necesitáis un título, llamadme; pero preferiría que eligiera el mercado.
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