De la mano incansable en la promoción de Ceuta de José María Campos, con mi esposa María Eugenia Vexenat, las parejas diplomáticas que siempre están ahí, y con Javier Jiménez-Ugarte, uno de nuestros más sobresalientes diplomáticos, hemos asistido a la exposición La obra de Mariano Bertuchi en la historia del Protectorado, en el Instituto de historia y cultura militar, en Madrid.
Mientras que en Europa, como se ha enfatizado tantas veces, la fascinación por el norte de África estaba implantada entre los artistas ya en el siglo XVIII, con maestros como Delacroix, a quien seguirían nada menos que Matisse y luego Degas, no será el caso español en el que habrá que esperar hasta mediados del XIX para que con motivo de la guerra de África (1859-60) algunos pintores viajen a Marruecos. Mariano Fortuny, becado por la diputación de Barcelona para reflejarlas gestasmilitares, será el primer descubridor de la deslumbrante luminosidad magrebí, a quien se unirá Tapiró con sus acuarelas y después Mariano Bertuchi, considerado el pintor del Protectorado y fundador de la Escuela de artes y oficios de Tetuán, su capital, zona que el granadino plasmó en numerosas obras, a lo largo de varias décadasmuriendo ya septuagenario, en 1955, es decir sólo un año antes de su final.Son esas pinturas, de una técnica depurada, las que retratan con viva fidelidad el territorio que en 1912, la tradicional prevalencia galapor esas latitudes, endosó a Madrid, política y territorialmente,con dos instituciones disminuidas, un subprotectorado y un jalifa, mero delegado del sultán, mientras que éste y los demás centros del poder político y financiero quedarán en la varias veces mayor parte francesa. “Zona de protectorado español ”según la terminología convencional, que en buena parte recorrí años después para preparar las negociaciones de los bienes públicos de España.
A partir de 1976, convencido Marruecos de haber recuperado “su Sahara”, propició el desbloqueo de algunos contenciosos. Con vibrantes y por supuesto poco espontáneas alusiones a la amistad entre los dos países, los funcionarios marroquíes comenzaron a sentarse a las mesas de negociaciones, mientras que los españoles acuden persuadidos de que la moneda de cambio del Sáhara capitalizará su posición, de que se va a entrar en una especie de edad de plata en las relaciones.Pronto los hechos evaluarían, exacta o muy aproximadamente, el papel de cada parte. Laronda comienza con los bienes públicos.
Junto a 120.000 compatriotas, España había dejado en Marruecos, en la independencia, veinte años antes, en 1956, una ingente cantidad de propiedades inmobiliarias. Cuando, con un ayudante, Toral Carleton, que luego sería secretario general del puerto de Ceuta, recorrí buena parte del antiguo protectorado, la tierra de los tres países vecinos donde se ha vertido más sangre española, para preparar las negociaciones, encontré un panorama más bien desalentador. Títulos registrales que no aparecían; linderos que habían sido alterados o simplemente eliminados; cuarteles y edificios e incluso algún palacio, como el de Raisuni, en Arcila - el cherif Raisuni, junto con el Jatabi, fueron los primeros caudillos nacionalistas de la zona española- en calamitoso estado de conservación. En lugar de cantar una pasada misión histórica, aquellas propiedades proclamaban un presente de desidia y abandono.
Las negociaciones, en las que participé, dirigido nuestro equipo por el director del Patrimonio, de Hacienda, asesorado por un abogado del Estado, y acompañado por los del Patrimonio y África de Exteriores más el cónsul general en Tetuán, concluyeron con el acuerdo de 10 de julio de 1978, sobre la transferencia de los bienes del estado español en la antigua zona norte del Protectorado, por el que España conservó básicamente ocho inmuebles, entre ellos los consulados en Nador y Tetuán, la antigua alta comisaría, único inmueble importante sobre el que los marroquíes no formularon reserva alguna, en atención a formar parte del patrimonio histórico español. Quizá no demasiado brillante balance, pues, sobre el que quizá también planeaba la manida tesis de la moneda de cambio: cedíamos en nuestros bienes pero un prometedor futuro se abría para nuestros intereses de los que entonces y después, los más importantes eran los pesqueros. Pues bien, ya se sabe lo que terminó ocurriendo con la pesca como no podía ser de otra manera en un asunto hipersensible que fue primero, derecho histórico; luego, tradición; más tarde, fuente de conflictos; posteriormente desideratum lógico y lógicamente recortado, y por último poco más que un recuerdo, hasta que ya negociando dentro de la Unión Europea y con el nuevo siglo, Madrid acabaría aceptando un enfoque realista.
Pasé aquellos días en el consulado general de España en Tetuán, el palacio que había sido sede de la alta comisaría de España en Marruecos, sito en la plaza principal y rodeado por una muralla. Era– y es- una magnífica mansión con fuentes interiores y amplias estancias, contando además con un teatro en edificio aparte. En definitiva, respondía al boato con el que se habían instalado los militares en el protectorado donde algún que otro alto comisario llegó a manejar incluso las relaciones a su manera y ejemplo elocuente lo constituyó García Valiño, último en el cargo, desde el 51 al 56, que al parecer, sin demasiado recato pretendió llevar una especie de política autónoma en aquellos delicados momentos pre independentistas. Y eso, con el Caudillo en Madrid.
Me entretuve admirando los grandes, en tamaño y en calidad, cuadros de Fortuny, La batalla de Tetuán, La batalla de Wad Ras, La odalisca, como hice lo propio con los numerosos que la antigua alta comisaría albergaba de Bertuchi, a diferencia de la embajada en Rabat donde sólo hay uno (de Fortuny, ninguno) un cuadro pequeño representando una cabeza de anciano marroquí, en el despacho del secretario de embajada que yo mismo ocupé unos pocos meses antes de pasar a los asuntos consulares. Y naturalmente, medité sobre las conversaciones, semi convencido de que su rentabilidad en cuanto moneda de cambio iba a producir menos rédito de lo esperado. Cierto que ello desde la óptica de mi condición de voluntarioso pero joven e inexperto diplomático.
Así las cosas, en el verano del 87 trascendió la donación del palacio a Hassan II. En las explicaciones oficiosas que siguieron al trueque -se cambió por otros edificios- se argumentaba que facilitaría la visita del monarca al levantisco y preterido norte, al Rif, que no había vuelto a gozar de la regia presencia. El País, 13 de junio de 1987, en crónica de Fernando Orgambide, recogía la voluntad manifiesta de Hassan II de contar con una residencia en Tetuán ya que en el norte, donde había decidido viajar en otoño, sólo contaba con el palacio en Tánger. En enero de aquel 87, el soberano alauita había propuesto la creación de una célula conjunta de reflexión sobre Ceuta y Melilla y en la crónica citada, se anunciaba que “el gobierno español se mostraba dispuesto a ceder la antigua Alta Comisaría a Marruecos para su reconversión en palacio real, como un primer gesto, si las conversaciones políticas evolucionan favorablemente y en la normalidad, en especial respecto de Ceuta y Melilla y el dominio de pesca”.
Aunque el asunto queda suficientemente claro, el principio de trasparencia, superador de cualquier atisbo de diplomacia secreta aquí innecesaria, aparte de una elemental exigencia académica, parecen hacer pertinente para completarlo, en cuanto además simboliza el final de los bienes públicos de España en Marruecos, el preguntarse que quién ordenó, inspiró o al menos dio el visto bueno a la cesión ¿quién privó a los españoles de seguir contemplando los Fortuny y los Bertuchi donde se habían pintado, donde los artistas habían trasplantado en directo la luminosidad rifeña? ¿quién dispuso de un bien incluido en la categoría de patrimonio nacional, aunque naturalmente por razones diplomáticas? La respuesta ha quedado perdida en los arcana imperii.
Todo lo que sabemos es que “la orden venía de arriba”. Un “arriba” más indeterminado puesto que la categoría de mi fuente era la de subsecretario de Exteriores, es decir, que en su arriba administrativo existían varias instancias. Joaquín Ortega, hijo de diplomático republicano represaliado, funcionario dedicado, consejero político en Rabat ala sazón, que me atribuía “un cierto dandismo”, y luego embajador durante el plazo tercermundista de ocho años, batiendo todos los records al frente de la misión, formaba parte del grupo que controló largo tiempo nuestra política exterior desde la llegada del socialismo, y en el que figuraba Max Cajal quien, como se recuerda, propugnó la entrega a Marruecos de Ceuta y Melilla.
Como en la duda metodológica profesional podría tener cabida alguna que otra especulación, incluida la diplomacia regia y subsidiario antes que complementario de la acción de gobierno, con el que a título casi singular, cuenta y ha ejercido España de manera sistemática desde Don Juan de Borbón, cuyo entendimiento con Hassan II se acentuaba por el humo cómplice de dos empedernidos fumadores, y de la que me honro en figurar entre sus campeones en particular en las relaciones con Marruecos y en mi reconocida especialidad de nuestros contenciosos diplomáticos, cuando corresponda y refrenada un tanto la espontaneidad oficiosa, cierto que ocasional, de Juan Carlos I, en la que no ha incurrido nunca un más prudente, comedido y preparado Felipe VI) procedería precisar la conclusión en sentido positivo yen tanto que ejercicio didáctico en las relaciones con Rabat.
La casi certeza de que su entrega facilitaría que el trono marroquí prestara mayor atención a la antigua zona española, permitía cumplimentar desde Madrid su responsabilidad histórica en la cuota que correspondiera, como así viene siendo en especial bajo Mohamed VI, con España a la vez asignando acertadamente al norte el 90% de nuestra cooperación con el vecino del sur. Amén del no desdeñable dato utilitario, sus gastos de mantenimiento, que excede en bastante su conceptuación como sede consular, en la línea delo que ha terminado ocurriendo con el teatro Cervantes de Tánger, cuya entrega a Marruecos se ha materializado este pasado enero. Y todo ello completado por el subdato procedimental de tratarse, en definitiva, de un movimiento en principio impecable de técnica diplomática, accediendo a los deseos de la corona alauita y aliviando así la presión sobre Ceuta y Melilla, al tiempo de reforzar la posición en materia de pesca.
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