¿Por qué Dios permite que se haya muerto esa persona a la que tanto quiero? El misterioso mundo de la pérdida del ser querido pasa por preguntas como esta. El sufrimiento que nos produce la pérdida no puede resolverse con la razón, y mientras que el pensamiento oriental se dirige a la superación de todo dolor, pienso que podemos integrar el sufrimiento en el alma, que no se trata de no tener esos apegos y disolverlos, sino integrándolos en un amor que no pierde a la persona que hemos perdido, sino que por encima de ese sufrimiento podemos intuir que hay algo más allá de lo que vemos, más allá de lo que no entendemos, pero que nos permite confiar, y dejarnos llevar por esas intuiciones. Nuestro corazón es como una taza, que se llena con esas relaciones de amor, cuando están presentes las personas que amamos, pero que parece que se vacía de algún modo cuando ya no están, cuando hemos de dejarlas ir porque se van… pero en realidad no es una taza sino un corazón que se sigue llenando pues se va dilatando en un aprendizaje: así, la vida es confiar en que más allá de todas esas relaciones, de la vida y de la muerte, está una energía, una gracia divina que nos va llevando hacia una plenitud de la que no sabemos mucho todavía.
No podemos controlar la vida, ni el destino, ni la vida de los demás. El control nos haría pasar la vida con miedo y angustias. En cambio, si soltamos las riendas de la vida en manos de esa energía divina, de esa sinergia, sabiendo que lo mejor siempre está por llegar tanto en esta vida como en nuestras futura experiencia espiritual en esas dimensiones que aún no conocemos…iremos despertando a una intuición de que no hay “mala suerte” ni somos marionetas llevadas por un destino oculto (fatum): "no existen errores, ni coincidencias. Todos los acontecimientos son bendiciones que se nos dan para que podamos aprender" (Elisabeth Kübler-Ross).
No creo que haya un dios justiciero que quiere que muera un ser querido, ni pienso que sea inteligente caer en el cinismo de que la vida es absurda. Nos han hecho comulgar muchas veces con ruedas de molino, en visiones religiosas o anti-religiosas deformadas. Sin duda, no conocemos esos designios futuros que aún no han pasado, pero al contemplar la belleza de lo que nos rodea, la sonrisa de un niño o una mirada de amor, nos sentimos llamados a creer en ese amor que impregna todo, y mediante una actitud de gran confianza aceptar aquello que no entendemos, soltar aquellos afectos que en realidad no nos pertenecen, debemos estar dispuestos a donarlos, a confiar en esa fuerza misteriosa que nos arrebata esas personas, la misma fuerza que nos las dio. Desde pequeño me gusta considerar, a modo de mantra cuando necesito afianzar esa confianza, aquellos versos de Teresa de Ávila: «Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta».
El libro de Job nos aporta un modelo de estoicismo ante el dolor y la pérdida, pero es el mensaje de Jesús el que intuyo como más cierto, que nos dice que hemos de confiar sin preocuparnos pues ni una hoja de un árbol cae sin que entre en esos planes divinos (Mateo 10,29), y que lleva a Tomás Moro a afirmar: "nada nos puede pasar que Dios no haya querido. Todo aquello que Él quiere, por malo que nos pueda parecer es, no obstante, lo que hay de mejor para nosotros".
No es fácil penetrar en ese misterio, en el que a veces navegamos como a tientas, pero el alma puede intuir en su memoria ciertos puntos de luz en medio de la oscuridad de esas noches, que nos permiten avanzar, y aunque la mente no entienda y el corazón esté roto de dolor, integrando toda esa afectividad en la quietud confiada del alma, y así se sufre menos, y podemos vivir desde el alma, en un remanso de paz en medio de las turbulencias del río de la vida.
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