Describe y refiere Elvira Roca Barea, en Las Brujas y el Inquisidor (1), sucesos y disputas tangentes al brote de brujería de Zumarragurdi, acaecido a principios del siglo XVII. Resalta, en la narración, la discordancia entre el inquisidor español, amparado por el mandamás de la Suprema y por algún obispo asimismo escéptico, y el encargado de la instrucción de casos similares en Francia. Allí, como ocurrió entre algunos instructores de acá, que se impusieron al principio a la postura racionalista de los citados inquisidores, con secuelas condenatorias, se optó por creer los delirios, en gran parte inducidos, de las brujas y sus delatores: vuelos nocturnos, ungüentos milagrosos, cópulas con el diablo e, incluso, la creación de un doble falso para evitar que se advirtiese, en su entorno cercano, la ausencia de los asistentes a los aquelarres; ello simplificó las condenas, pues no sirvieron los testimonios que acreditasen, como coartada, haber sido visto el reo potencial en otro lugar y circunstancia en el mismo día, y a la misma hora, del presunto conciliábulo.
Así pues, emergió con rapidez un clima de miedo y recelo, sobre todo en la parte francesa, extendido con rapidez a la Navarra española, y los predicadores, una vez inventado el problema (el de la presencia del Maligno), lo replicaron y agrandaron desde los púlpitos.
Creado el trampantojo para el miedo, todo lo demás estuvo servido, siendo la primera víctima el raciocinio. Se persiguió al brujo, o a la bruja, pero también a cualquier tibio que osara introducir alguna dosis de pensamiento equilibrado, enseguida acusado de lo que se denominaría, en nuestros tiempos, negacionismo.
El proceso se repite una y otra vez, con distintos avatares según las épocas. Tal vez si accediésemos al pasado con perspectiva historiográfica, y sin anacronismos, aclararíamos algunas cuestiones actuales.
Afirmó Polibio que “la humanidad no posee regla mejor de conducta que el conocimiento del pasado”. Ello es válido si a ese pretérito no lo miramos con los ojos del presente, sino deseando imbuirnos de la mirada propia del contexto analizado, para después extraer conclusiones ya con una visión más coetánea. Considerado así, el asunto de las brujas podría ofrecernos otras explicaciones, como prototipo de las maquinaciones del poder para inducir psicosis social y miedo. Sin este, no hay obediencia ni hormiguero. Recordemos a Hannah Arendt, afirmando que “Eichman era un burócrata común que se limitaba a cumplir las órdenes que le llegaban de arriba. Lo que hoy llamaríamos un buen trabajador. Una persona cívica y responsable con su trabajo”; a partir de ello, desarrolló la escritora y estudiosa judía su tesis sobre la “banalidad del mal” que, hoy, tras variados estudios psicosociales, sabemos universal.
De ahí, el peligro de la obediencia indiscriminada; para garantizarla es necesario, de cuando en cuando, algún episodio de pánico colectivo que conduzca a la identificación masiva con el poder. Ocurrió en la Alemania de los años treinta del siglo XX en torno al antisemitismo y la pureza de la raza, como había ocurrido en otros tiempos en relación la brujería, con el ejemplo aquí glosado, sin que sirviese de nada, en este caso, y al principio, el escepticismo del inquisidor español, pues se trataba de una conjura de poder que sucedía al otro lado de la frontera pirenaica y que tuvo sus efectos condenatorios en este.
Pero estas cosas siguen sucediendo, con otros pretextos, distintas consideraciones y nuevos predicadores. Solo hay que valorar, con cierta distancia en el criterio, acaecimientos que ya han sido o que siguen siendo en alguna medida. No entro en detalles. Que cada cual establezca conclusiones.
......................................... (1) Roca Barea, Elvira. Las Brujas y el Inquisidor. Espasa. Barcelona, 2023.
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