C. S. Lewis decía que la muerte de los amigos le desnudaba como un árbol que pierde hojas, pero la pérdida de su amada fue el hacha que cayó sobre la raíz, que hería la profundidad de su alma. La pérdida del ser querido golpea al cuerpo, las emociones, la razón, el espíritu…
Golpe al cuerpo, donde el dolor se somatiza con el llanto, puede faltar el aire y se dificulte el respirar, sentirse una opresión en el pecho, faltar el apetito, aparecer dolores de cabeza y dificultades para dormir…
Las emociones son golpeadas en todo su despliegue, y así como se abre la cola de un pavo real, también el abanico de las emociones son un arco iris de sentimientos, que se llenan de color cuando hay buenos momentos, o se tiñen de negro con el duelo: aparecen sentimientos de enfado, confusión, negación y rabia, tristeza y ansiedad, desinterés e irritación, sensación de vacío y de culpa… aturdimiento e incredulidad, rechazo y agresividad…
Y las emociones influyen en nuestro modo de pensar, cuando lo vemos todo negro pensamos que somos raros, cuando en realidad es que todo se tiñe de oscuridad porque la tristeza nos embarga. Así como el dolor físico baja el tono vital, hasta límites de entrar en coma cuando el cuerpo ha de concentrarse en las funciones más vitales, así también la tristeza de la mente hace que baje el tono vital para que pueda rehacerse la persona. Y es normal que surja la rebeldía de expresar en preguntas que “no es justo”, que “¿por qué a mí?”, pues también los lamentos tienen su función curativa…
Puede aparece también un buscar culpables: los parientes o amigos, los médicos… o el sentido de culpa con uno mismo: “¿Qué podía haber hecho mejor?” “Si hubiera hecho esta reanimación o le hubiera dado ese medicamento o hubiera sido más rápido en hacer…” “¿Qué he hecho mal?” El pensamiento queda tocado en un estado de confusión, puede haber alucinaciones breves… Todo eso es normal, y hay que encauzarlo: dejar paso poco a poco a la realidad, como por ejemplo estar contento de haber hecho todo lo que estaba en nuestra mano para atender al ser querido que nos dejó. Si era una persona que estaba muy enferma, podemos pensar que ahora ya no sufre, que ahora está mejor. Pensar que en la rueda de la vida la imagen de la persona difunta podemos verla en sus hijos, nietos… También puede haber un sentido de la presencia de la persona que hemos perdido...
¿Y cómo ayudar a alguien que pasa por esto? Siempre es la compasión lo más importante que podemos ofrecer en esos momentos: com-pasión es compartir sentimientos, acompañar en las emociones, y -como no- acompañarles en el consuelo de que hay algo más allá de ese paso que es la muerte, ayudar a pensar que la persona querida que se nos fue, allá donde está, está más contenta, si nosotros lo estamos. Pensar que cuando algo nos cueste, podemos decir: “lo hago, por mí y por él, por ella”… así la tristeza no es demasiado grande, se mitiga esa sensación de vacío y soledad que pasa a la mente; puede enfocarse la sensación de culpa hacia un mirar más allá de ese momento y pasar de un remordimiento a un dolor inspirador.
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