En nuestra querida Málaga, la búsqueda de un lugar donde estacionar tu vehículo, se convierte en una aventura que puede terminar con la vuelta a tu lugar de origen o lograr un aparcamiento en un parking público que te cuesta más caro que si hubieras venido en una limusina de alquiler.
Todo ello tras pagar el impuesto de circulación, los tickets de aparcamiento en zona azul y el impuesto revolucionario a los gorrillas, (casi siempre te aparcan en un lugar prohibido y luego te encuentras con la consiguiente multa).
Definitivamente vivimos en unas ciudades eminentemente peatonales. Pero tenemos que acceder a nuestras casas. Y necesitamos circular mínimamente. La mayor parte del año vivo en una zona plagada de oficinas y de centros públicos. Antes de las ocho de la mañana todos los aparcamientos están copados y solo se queda alguno libre cuando cierran los bares y restaurantes del entorno.
Sé de familias que han ido a la feria de Málaga y han aparcado en la cuesta de la Reina. Finalmente han logrado coger un autobús en el Palo que les ha dejado a un tiro de fusil con mira telescópica del real. Para la feria del centro lo importante es meter la cabeza en la bulla. Después esta te llevará a todas partes.
En mi paraíso veraniego sucede tres cuartos de lo mismo. Cada familia posee dos o tres vehículos como mínimo. Todos los vecinos están al acecho de alguna salida esporádica para obtener el preciado premio de una plaza de aparcamiento a menos de cien metros de la playa.
La buena noticia de hoy me la transmite la necesidad imperiosa de que los automovilistas nos volvamos a convertir en peatones. Que pongamos en marcha nuestros relojes inteligentes que nos indican los pasos recorridos, y los que tenemos que realizar, para mantener una mediana salud.
Hace años nos recomendaban que fuésemos “al gimnasio o al transplante”. Hoy se ha convertido en “andar o pagar”. Termino rápidamente. Me parece que se va a quedar un hueco en la acera de enfrente y voy a guardarle el sitio a mi hija. Esto es lo que hay.
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