En el silencio grave y silencioso se escucha el impaciente y rígido teclear de los jóvenes que pretenden entablar un diálogo, en su mayoría confundiéndolo con la confrontación, a través de las redes sociales con personas a las que tampoco les importa encontrar una verdad fuera de su propio marco de pensamiento. Una conversación sincera, que busca lo real, mantiene un espíritu erguido, sosegado al verse frente a un otro diferente; ambos buscan el consenso, sin embargo no lo fuerzan, ya que saben que el beneficio primero del encuentro de almas es el reconocimiento de la individualidad y de la propia experiencia de su compañero. ¿No es acaso las redes un coloquio moderno? Es posible, pero un coloquio fracturado en donde los hablantes no se experimentan totales; aislados en sus hogares, cada uno permanece aislado dentro de su propio mundo, el mundo infinito del anonimato que surge en el marco del espectáculo.
En la voz humana de Jean Cocteau al menos ella podía escucha el tono y los matices de la voz, nosotros no podemos entablar un juicio justo, ya que, limitados por la falta de acceso a las sutilezas más allá de lo tecnológico, los mensajes de texto han perdido la posibilidad del lenguaje, no es necesario, basta con un emoticón. Se cree que lo político se desarrolla en los medios masivos, sin embargo lo político no contemplaba la retención de audiencia como fin último del debate liderado por unos cuantos. En el pasado las tertulias eran una discusión del pueblo en el pueblo, en el terreno de lo palpable. Los griegos, por poner un ejemplo, se afianzaban griegos por la libertad que ellos sentían al ver que podían realizar cambios en la sociedad y que el proceder de su comunidad no se gestaba dentro de las paredes ocultas de un palacio; o como dice Richard Sennet en relación con la actualidad: «las gentes están resolviendo en términos de sentimientos personales aquellas cuestiones públicas».
Más allá del impacto social que pueda tener el diálogo, lo cierto es que tiene un sentido histórico-existencial. Todos poseemos una historia que nos ha formado como individuos, un relato muy antiguo, un relato que trasciende cualquier generación pasada y que se remonta al origen mismo del ser humano. Cada momento de aquella línea temporal ha forjado un camino que ha permitido la gestación de cada palabra escrita y leída en este instante. Si alguna decisión no hubiera sido tomada, hoy el mundo brillaría en una oscuridad distinta. Es por ello por lo que podemos afirmar lo que declara Gregorio Luri: «La gran conversación es el diálogo que todos los grandes hombres de Occidente han venido manteniendo entre sí… articulando así la esencia de nuestra cultura».
Todos buscan cambiar la sociedad, pero nadie siente que pueda hacerlo; pretenden cambiar lo establecido vociferando sus emociones previamente reflexionadas en la torre de su narcisismo. Se escucha perseguir una paz amorfa de peces muertos que yacen bajo las alas de una justicia líquida, espumosa. Ser críticos significa ser capaces de entablar el diálogo con los que nos precedieron y con los que comparten este momento, un diálogo que evita el terrible desenlace de encontrarnos aislados en nosotros mismo, autoafirmando nuestras propias fantasías. «El milagro griego» es una buena forma de ilustrar la importancia de repensar las cosas sobre los hombros de un otro; los primeros filósofos occidentales tuvieron la habilidad de jugar con las ideas de las culturas con las que tenían contacto. En el interior de aquella gran conversación sincera nuestras ideas naturales se vuelven ecos de otros, nos damos cuenta de que pensamos, vivimos y nos posicionamos sobre las voces del mundo.
|