La llamada globalización es el instrumento para consolidar el protagonismo único del capitalismo, controlado y dirigido por una minoría que domina el mundo desde la posesión del gran capital. Su única realidad es el juego del dinero, todo lo demás es apariencia. Se maquilla ante las masas con toda una suerte de derechos y libertades inacabables, pero que solo son paja, con vistas al mercado global. Hasta ahora, el principal promotor político ha sido el imperio USA, abanderado del dólar, que ha sentado su hegemonía en medio mundo, aunque, en los últimos tiempos, su papel empieza a ser cuestionado por otros aspirantes, dispuestos a sustituirle. El resultado es que, mientras algunos países se aprovechan de los beneficios que aporta la tecnología de la globalización, otros se quedan por el camino. En el panorama social, el ciudadano común ha sido excluido de muchas de sus ventajas, arrollado por la política del consumismo y la prepotencia de los grupos de moda que dominan el ambiente, a los que se da alas para que sigan el juego de la globalización.
Defender la idea de la globalización es asumir que una corte de notables gobierne el mundo y todos los demás tienen la obligación de obedecer sus directrices. De ahí que el gran rival a combatir doctrinalmente por estos personajes sea el llamado conservadurismo, también conocido como la derecha del espectro político. Encargando a los medios de difusión de la doctrina, para que la muchedumbre entienda, que se trata del clásico combate entre buenos y malos, que siempre ganan los primeros o, al menos, esos dicen los doctrinarios. Lo que se impone es que los países se fragmenten y que los ciudadanos no salgan del redil, para que el negocio de los dirigentes globales prospere.
Al margen de esta panorámica para entretener políticamente al personal, porque en lo existencial ya está bastante entretenido con las falacias virtuales, los que manejan el negocio de la globalización están empeñados en la defensa de sus intereses imperialistas para mandar, si pueden, en todo el mundo desde un solo centro de poder. Para ello, no hay mejor fórmula que desintegrar el viejo modelo del Estado-nación, tomando su lugar el imperio. Acompañando el proceso se mueven dos estrategias. Una, el culto al progreso de pacotilla, que es echar la mirada hacia adelante en el terreno tecnológico y hacia la fantasía en el terreno social. La otra, instaurar la firme creencia entre las gentes en las verdades doctrinales, para que fuera de ellas solo quepan por decreto las fake news asociadas a los bulos.
Lo que queda algo más claro con el creciente avance de la doctrina es que no hay otro futuro que el de la globalización total, dirigida por unos pocos maestros de la práctica del manejo del dinero, de ahí que los Estados reclamen su identidad pase a ser una herejía. Hablar de Estados realmente soberanos se ha convertido en algo que ya no tiene cabida en el actual panorama mundial, y lo que llaman conservador, es decir, la tendencia política que aspira a recuperar el Estado-nación, una utopía. Por eso suenan las alarmas cuando, pese a todas las previsiones y demás artilugios para evitarlo, asoma como expectativa frente a la doctrina y el poder global establecido en los Estados, la llamada a volver a ser Estados soberanos.
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