Objetivamente considerada, la democracia del capitalismo moderno siempre fue un mito, arropado por el método electivo de la representación, con el que vino a escena la partitocracia. Ahora resulta que empieza a declinar y amenaza con no quedar en pie este sucedáneo ofrecido a las masas, porque hoy, la que sirvió de falsa bandera de lo que se ha venido llamando democracia al uso hace aguas y ha pasado a ser un nombre más, puesto que los que mandan no son los que resultan elegidos, sino otros. El asunto viene a colación porque en el caso de la partitocracia española, el nominalismo se ha impuesto al realismo, como consecuencia directa de un panorama de apariencia política y social en el que la ficción virtual permite ocultar la realidad ante la ciudadanía. Son las elites económicas las que dirigen el concierto y los intérpretes políticos tocan al son que se les marca, mientras los espectadores se sienten complacidos con el repertorio. Detrás, entre bastidores, la superélite del poder económico tira de los hilos que mueven los brazos del director ocasional de la orquesta, marcando el ritmo apropiado para el momento.
De esta función, de la que solo se percibe lo que se muestra en escena, y no lo que se cuece detrás, resulta que los partidos que marcan la marcha política del país, encumbrados o postergados siguiéndose el método de la representación electiva, están perdiendo su significado político en el plano nacional. Sucede así porque, sujetos al imperativo externo, solamente están a defender los intereses de sus dirigentes, mientras que el fondo ideológico ha pasado a ser un simple título que se utiliza solamente para atraer a los votantes. Hacer política ya no se trata de actuar en el plano real conforme a una ideología para atender al interés general, sino de seguir las pautas marcadas por los dirigentes del sistema a nivel global. Con lo que la actuación política viene dictada desde más arriba, aunque el mérito recaiga en el personaje colocado a la vista para cada ocasión, como receptor exclusivo de los mensajes foráneos. Esta situación afecta sensiblemente, no solamente a los electores, sino al grupo político y, en último término, a la partitocracia, porque no gobierna el partido, sino el señalado, personalmente guiado por el mandato superior y utilizando la maquinaria política como pantalla.
Basta con abrir los ojos, que es un sano ejercicio si se quiere caminar sin tropezar con los obstáculos naturales del terreno, para que, el que pueda ver, contemple que quien manda en este país, que se promociona como avanzado, está dirigido, y seguirá estándolo, por los mismos que han colocado ahí al personaje central, respaldado por un partido al que no representa, salvo a unos pocos que aprovechan la ocasión para ejercer el poder. Queda claro, en este caso, que realmente no gobierna el partido, que teóricamente se sitúa por arte de la representación en el poder, sino el comisionado de la élite del poder, y para consolidarlo vende a las gentes un nuevo producto llamado progreso, una fantasía para suplantar a la ideología del partido, que se mueve al compás de las ocurrencias de moda. Dado el atractivo del producto, en teoría, este progreso-moda que se oferta es bien recibido por las gentes porque, aunque su finalidad es exclusivamente aumentar las ventas empresariales, da cierta sensación de libertad. Pura y dura falacia, porque bien surtida con este conglomerado de derechos y leyes dispuestas a regularlo casi todo, el poder de la burocracia estatal avanza y se hace más invasivo en el plano de la privacidad, lo que es incompatible con la libertad personal. No obstante, mientras se viva en la creencia de que cada uno puede hacer lo que permite el laxo orden montado para la ocasión, el negocio de los amos del mundo, auxiliado por sus colaboradores políticos locales marcha viento en popa.
La política global, dirigida por el gran capital, que ha tomado al asalto la política nacional, se dedica a vender personajes del momento, que coloca sorpresivamente en lo más alto del escalafón del partido, sin que nadie se lo explique. Una vez allí, eliminan toda discrepancia en nombre del progreso, que no es más que negocio para sus patrocinadores, pasando por alto el progreso social nacional que es el único real. Incluso, se secuestra al grupo ideológico llamado partido político, al que se utiliza solamente para ascender y sostenerse en el poder; con lo que se le aparta de su significado real a nivel nacional. Tal proceso, tiene mayor trascendencia política, porque apunta directamente en la dirección del fin del sistema de gobierno de partidos. Puesto que ha sido suplantado por el mandato lejano de esa superéliete del poder económico, situando en la escena política el personalismo autoritario dirigido del personaje de turno, previamente seleccionado y luego confirmado por los votantes, utilizando el nombre del partido; sustituyendo incluso su ideología por los intereses del negocio mercantil de la llamada globalización.
|