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Tejeringos

Fácil de adquirir y compatible con cualquier pócima
Manuel Montes Cleries
domingo, 22 de mayo de 2016, 12:50 h (CET)
Disculpen los lectores que no vivan o hayan vivido en Málaga o en sus alrededores. La palabra que encabeza esta columna es de uso andaluz y especialmente del Chorro para abajo. Viene de “te jeringo, porque la masa, inmediatamente antes de freír, se extrae de un utensilio similar a una gran jeringa”. La palabra tejeringo es sinónimo de churro, pero mantiene una diferencia sustancial en su contenido, que tan solo contemplamos los iniciados.

Vayamos al motivo de esta reflexión. Días atrás venía oyendo las noticias de una emisora de alcance nacional. Como siempre, eran la alegría de la huerta. Además, venía de pelearme con el resto del mundo. Familia, colegas y yo mismo incluidos. Me costó aparcar en un sitio que me iba a costar más caro que un viaje a las Barbados. Finalmente, salgo a la calle y me llega un olor peculiar que me hizo volver a mi infancia. Olía a churros. Perdón, a tejeringos.

A lo largo de mi vida he desayunado, siempre que he podido, con ese manjar. Económico, humilde, como el NO-DO; al alcance de todos los españoles. Fácil de adquirir y compatible con cualquier pócima. En mi infancia giennense les recuerdo con el nombre de “tallos” y con sabor a patata. A partir de mis ocho años, ya en Málaga, aparecen los tejeringos, un lazo de maza dorado, ni muy gordo ni muy fino, pero con sabor, calor y color. Otrora se expendía como una especie de collar engarzado en unos finos trozos de pita a modo de cordón de transporte. Después viví en Alcalá de Henares; allí se pierde todo el embrujo de la cola y la conversación; los venden en canastas a domicilio, o los ponen en el bar o cafetería en lo alto del mostrador, cabezones, fríos y poco digeribles. Otra moda más reciente es la de hacer grandes ruedas que se cortan en trozos. Los “churrologos” tenemos aquí una base para una discusión.

Vuelvo al día de autos. Olía a tejeringos. Seguí las indicaciones de mi pituitaria y llegué a una céntrica calle malagueña: Sebastián Souvirón. Allí vi un cartelón con la palabra sagrada: “tejeringos malagueños”. Entre, pedí un “mitad” (otra palabra del argot) y dos tejeringos. Bocato di cardinale. Fuera depresión y mala leche. Un vaso de agua fría, mi felicitación al chef… y a vivir.

Málaga está llena de paraísos como este. Desde siempre. Templos del desayuno y la merienda. Del chocolate y del café. Casa Aranda, Los Valle, el “Buen Café”, el otro Valle, el de Pedro en calle Cuarteles, el Café Madrid, El Caracol… Bares del centro y de los barrios. Los “guiris” lo han descubierto. Las terrazas se llenan de un público que hace un alto en el camino y en el “coñazo” del bombardeo político. ¡Es que se desayuna o se merienda por dos euros! ¿Quién lo puede mejorar? No les cobro nada a los no iniciados por esta buena noticia.

Loor al tejeringo malagueño. Ese collar dorado que te lleva a recordar los mejores momentos de tu vida. Aquella primera comunión de coche de caballos, estampita, regalos de un duro que servían para pagar el chocolate con tejeringos para unos felices invitados. Sin limusina ni grandes celebraciones. Con amor, temblor y sabor.

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